domingo, 29 de abril de 2012

Para pensar a partir de Bajtín

El spanglish como práctica discursiva

Desde hace mucho tiempo viene sucediendo: ya los filósofos de la época de la decadencia del Imperio Romano, los "buenos" ciudadanos y  literatos que vivían en la península itálica, se quejaban amargamente de la forma escandalosa en que las tribus bárbaras, las que habían sido incorporadas al imperio por la fuerza, corrompían el latín y le añadían palabras de sus propios dialectos (el imperio siempre llama dialecto a las lenguas que compiten con la suya y que son un obstáculo a su objetivo de borrar, de arrasar las culturas autóctonas de los pueblos vencidos). Allá por el segundo, tercero y cuarto siglos de nuestra era, estos gritos de angustia fueron cada vez más repetidos y, a la vez, cada vez importaron menos porque la sociedad del imperio romano terminó siendo mayoritariamente bárbara y minoritariamente romana pura.

Para cuando Atila recogió los despojos y tomó a la fuerza, la capital del mayor imperio del mundo antiguo, los hombres y mujeres que lo habitaban hablaban (con la excepción de los jurisconsultos, los monjes y la casta aristocrática) un latín “degradado”, o mejor dicho, distintos latines “deformados”, de tal forma que ya no eran la lengua oficial del imperio sino los cimientos de lo que más tarde serían el inglés, el francés, el alemán, el italiano y el castellano.

¿Cómo fue que los bárbaros triunfaron sobre los cultos ciudadanos romanos? Tal vez porque la lengua de uso es la lengua que pervive, el idioma que logra perdurar por una simple razón: su capacidad de adaptación a las necesidades de la comunidad donde se practica. En realidad, los idiomas son herramientas utilitarias colectivas. Y cuando decimos herramienta nos referimos a que una sociedad en su conjunto percibe a su lenguaje como un arma defensiva tanto como un juego en el que todos participan:  quitándole y agregándole palabras, inventando nuevos vocablos, transformando las órdenes del opresor en signos propios, en jerigonza que define quién es quién.

El lenguaje, entonces, es otra clase de campo de batalla entre amos y esclavos, entre nativos y extranjeros, entre los que entienden el sentido de lo que decimos y los que se quedan sin saber lo que nosotros decimos de ellos en su cara. Y ese proceso sigue y sigue: el castellano de los españoles no fue el castellano de los indígenas que tuvieron que aprenderlo para sobrevivir en la Nueva España, ni el castellano mexicano del lado sur de la frontera es igual al spanglish que hablan los mexicoamericanos que viven y trabajan del lado norte. Cada una de estas clases de castellano es una rama distinta de un árbol por demás frondoso. Por eso constituye un error creer, como los viejos filósofos romanos, que hay una sola manera de hablar y escribir el latín "deformado" que llamamos castellano y no las numerosas formas de transfigurarlo en otras lenguas más adaptables a cada tribu sometida.

Un ejemplo de estas conformaciones linguísticas debidas al uso que ejercen los hablantes de su lengua lo constituye el spanglish: son muchísimas las personas que lo hablan y lo escriben y lo  viven como parte de su "botiquín" de supervivencia cultural. Más allá de los pronunciamientos que denostan al spanglish, lo cierto es que se trata de una práctica linguística llegó para quedarse, que ya no se lo puede ignorar como hace apenas unas dos décadas todavía se acostumbraba hacer entre los intelectuales de México, para quienes toda frase o expresión en spanglish era un acto de traición a la patria, una forma de darle la espalda al castellano. Ahora se intenta acaparar al spanglish, abrazarlo como un hermanito menor (véase el paternalista prejuicio de clase) bajo la protección del castellano a la mexicana (que casi siempre equivale al español que se habla en la ciudad capital).

Un intento inútil a todas luces, porque el spanglish no necesitó permiso de nadie para hacerse y difundirse ni necesita  ahora bendiciones de sus anteriores detractores. El spanglish es una ruta más hacia el futuro de dos lenguas nacidas desde el latín: el español y el inglés. Una herramienta práctica, excelente para nuestro tiempo de globalizaciones y fronteras cerradas, de internet y ghettos en auge. No serán las "autoridades linguísticas" las que dictaminarán su destino ni sus cambios a futuro. Eso lo deciden, como siempre ha sido, la gente que lo utilice y lo practique, la comunidad que lo entienda y lo talka ("hable" en spanglish).

Por eso la conciencia del lenguaje es imprescindible: saber por qué decimos lo que decimos y por qué lo decimos de una forma distinta a los demás. "Eres lo que escribes" no es un imperativo categórico: es una descripción de nosotros mismos en un mapa siempre cambiante, en evolución constante. Un mapa que se hace al andar por su geografía de palabras, de signos, de puentes que nos comuniquen, de ideas que podamos entre todos hacer nuestras. No es una orden sino una petición de principios: tratemos de entendernos con la lengua que somos entre todos y tratemos de aceptar que cada dialecto es una posibilidad de futuro, un atajo hacia otras comarcas por descubrir, por explorar, por vivir.

Adaptado por Oscar Amaya de http://escribesinfaltas.blogspot.com.ar/

miércoles, 25 de abril de 2012

Géneros discursivos: un ejemplo

CLASIFICACION DE TEXTOS

Entre las muchas clasificaciones existentes, se pueden distinguir diferentes tipos de textos según qué prácticas discursivas se llevan a cabo.
Este criterio permite distinguir, por ejemplo, entre una orden militar, un anuncio publicitario, una conversación telefónica, o un sermón en la iglesia. De acuerdo con este criterio, una clasificación convencional de los textos puede ser la siguiente:

• Textos científicos: son los que producen en el contexto de la comunidad científica, con la intención de presentar o demostrar los avances producidos por la investigación. Géneros típicos de este tipo son: la Tesis doctoral, la Memoria de Licenciatura, el Artículo científico o la Monografía científica. También son textos científicos, aunque de transmisión oral, la Conferencia, la Ponencia o la Comunicación (tipo de texto)

• Textos administrativos: son aquellos que se producen como medio de comunicación entre el individuo y determinada institución, o entre instituciones, o entre las instituciones y los individuos. Se trata de textos altamente formalizados, con estructuras rígidas y que frecuentemente tienen una enunciado función performativa. Géneros administrativos típicos son: el certificado, el saludo, la instancia o el boletín oficial.

• Textos jurídicos: son los textos producidos en el proceso de administración de justicia. Aunque son un subtipo de los textos administrativos, por su importancia y sus peculiaridades los textos jurídicos suelen considerarse y estudiarse como un grupo independiente. Ejemplos de textos jurídicos son: la sentencia, el recurso o la ley.

• Textos periodísticos: todos los textos susceptibles de aparecer en el contexto de la comunicación periodística. Suelen subdividirse en "géneros informativos" (que tienen por función transmitir una determinada información al lector) y "géneros de opinión" (que valoran, comentan y enjuician las informaciones desde el punto de vista del periodista o de la publicación). Entre los primeros, los fundamentales son la noticia y el reportaje; entre los segundos, el editorial, el artículo de opinión, la crítica o la columna.

• Textos humanísticos: aunque se trata de un tipo de texto difícilmente definible, se clasifica como "textos humanísticos" a aquellos que tratan algún aspecto de las ciencias humanas: Psicología, Sociología, Antropología, etc. desde el punto de vista propio del autor, sin el nivel de formalización de los textos científicos. El género típico de este tipo es el ensayo.

• Textos literarios: son todos aquellos en los que se manifiesta la función poética, ya sea como elemento fundamental (como en la poesía) o secundario (como en determinados textos históricos o didácticos). Son géneros literarios: la poesía, la novela, el cuento o relato, el teatro y el ensayo literario (incluidos los mitos). Se clasifican en: narrativo, líricos, y dramáticos.

• Textos publicitarios: es un tipo de texto especial, cuya función es convencer al lector acerca de las cualidades de un artículo de consumo, e incitarlo al consumo de dicho artículo. Esta necesidad de atraer la atención del lector hace que el texto publicitario emplee generalmente recursos como la combinación de palabra e imagen, los juegos de palabras, los eslóganes o las tipografía llamativas. El género publicitario fundamental es el anuncio.

• Textos digitales: textos cuya aparición ha sido provocada por las nuevas tecnologías, dando lugar a textos inexistentes en el mundo analógico y que presentan sus propias características. Algunos ejemplos de estos tipos de texto son: los blogs, los SMS, los chat, las páginas web, los tweets, los microbloggings, etc.

martes, 24 de abril de 2012

PEIRCE: recorrido de lectura

del texto de Charles S. PEIRCE "Obra Lógico-Semiótica" el recorrido de lectura es el siguiente:

1.417 a 1.428
no se incluye 1.429
1.430 a 1.432
no se incluye 1.433
1.434 a 1.436
no se incluye 1.437, 1.438, 1.439, 1.440
1.441
no se incluye 1.442, 1.443
1.444, 1.480
no se incluye 1.520
1.530 a 1.536
no se incluye 1.537
1.538 a 1.543
no se incluye 1.544
1.545 y 1.546
no se incluye 1.549

Bajtín y el diálogo

Afirma Bajtín que...
(...) Uno mismo es la persona menos indicada para percibir en sí mismo la totalidad individual...
Una cosa es ser activo en relación con una cosa muerta, un material sin voz que puede ser modelado y formado de cualquier manera, y otra cosa es ser activo con respecto a una conciencia ajena viva y equitativa.
La actividad dialógica constituye una actividad interrogante, provocadora, contestataria, complaciente, refutadora, etc., es decir, una actividad que no es menos activa que la actividad concluyente, cosificante, la que explica causalmente y mata, la que hace callar la voz ajena. Aquí el caracter dialógico del lenguaje es ahogado o disimulado por un uso de carácter autoritario y monológico. 
El diálogo nunca concluye la voz ajena por su cuenta, es decir, desde la otra conciencia, la suya. En el diálogo, donde ese otro que me constituye con su palabra y su mirada se reconozca tanto en las afinidades como en las fecundas disidencias.

acerca del diálogo en el aula universitaria

No hay preguntas tontas, ni respuestas definitivas

Paulo Freire, pedagogo brasileño

acerca de la vida de Bajtín

Para quienes les interese saber de la vida de Mijail Bajtin y el contexto adverso en que produjo su obra. El texto figura en una página web que no permite editarlo, por eso aparece "roto" en su presentación.



                           Mijaíl Bajtín: el pensamiento bajo sospecha

                                                                   Por Sylvia Iparraguirre

Cualquiera que mire un mapa de la costa norte de Rusia, sobre el Mar



Artico, donde la tradición griega situaba el país de los hiperbóreos, puede imaginar

que las heladas islas Solovetsky no ofrecen un paisaje seductor. Mucho menos si

lo que allí esperan son los muros del campo de prisioneros de Solovki, uno de los

destinos más duros del régimen stalinista para desterrados políticos. En enero de

1929, Mijail Bajtín fue arrestado y condenado a diez años de prisión en ese campo.

Los diversos cargos recibieron el rótulo general de "actividades

antigubernamentales" y, en concreto, fueron: reunirse con un grupo de estudios

filosófico-religiosos; aparecer, en París, en una supuesta lista de miembros de un

futuro gobierno antistalinista; y, por último, más socráticamente, "corromper a la

juventud".

Cinco meses después, su osteomielitis crónica seguía impidiendo el traslado

del prisionero a su destino. La mala salud de Bajtín le dio tiempo a Elena, su

mujer, a contactarse con algunos amigos influyentes. Gorki y Alexis Tolstoi

enviaron telegramas a las autoridades. Se apeló a la Cruz Roja. Durante esos meses

de detención en el hospital, ve la luz el primer libro que Bajtín publica bajo su

nombre:

Problemas en la poética de Dostoievski. El libro deslumbró a Lunacharsky, crítico

literario respetado y funcionario cultural. Su recomendación


ayudó a la conmutación de la pena: los diez años en las islas Solovetsky pasaron a

ser seis en Kustanai, sur de la Siberia Occidental, a mil seiscientos kilómetros de

Moscú. En marzo de 1930, Elena y Mijail abordaban el tren. Antes de subir, Elena

se atrevió a preguntar cómo era el lugar desconocido hacia el cual iban. "El clima

es severo pero saludable", fue la respuesta.

Bajaba el telón sobre una década decisiva, caótica, prolífica. Bajtín tenía

treinta y cuatro años y había publicado cuatro de sus libros mayores: sobre Freud y

el psicoanálisis, sobre el formalismo ruso, sobre filosofía del lenguaje y sobre

Dostoievski. Hacía una década que su valor era reconocido por el mundo

intelectual de Moscú y San Petersburgo y lo rodeaba un círculo de amigos y

discípulos que ya lo consideraba un maestro. Su asombrosa versatilidad, que

abarcó estudios semióticos, de teoría literaria, lingüística y antropología se aparejó

a una férrea coherencia. Cualquier libro de Bajtín que se lea declara su voluntad de

no ceder a una configuración teórica de dogma. Lo fascinó lo diverso, lo

heterogéneo, las fuerzas subterráneas de la cultura popular que mueven la historia.

El grupo de Bajtín estaba en el ambicioso camino de los idealistas alemanes como

Fichte y Schelling: sintetizar la diversidad de la experiencia humana.

El tren abandona lentamente San Petersburgo, ahora Leningrado. En el triste

y polvoriento vagón de tercera, pasajeros cabizbajos no se atreven a hablar entre sí,

ni siquiera para comunicarse su lugar de destino; la delación es moneda corriente.

Lenin había muerto en 1924 con la amarga certeza de quién era Iosef Stalin. "(...)

El camarada Stalin ha concentrado en sus manos un poder inmenso y no estoy

seguro de que en todo momento sabrá utilizarlo con prudencia. Es demasiado

brusco y ese defecto se hace intolerable en el cargo de secretario general". Lenin

fue profético. En 1929, las famosas "purgas" recién comenzaban y Koba

("Inflexible", tal era el sobrenombre de Stalin) llega a saberlo todo. El tren

atraviesa la noche interminable hacia un destino que se transformaría en

siniestramente emblemático para el régimen. Bajo la luz macilenta, Bajtín, barba y

bigotes recortados, frente amplia y pálida, sostiene entre las suyas la mano de su

mujer. Con este viaje desaparecería para la vida civil rusa. Y lo sabía. Pero si de

algo han dado testimonio amigos y discípulos es del estoicismo bajtiniano, de su

inclaudicable sentido del humor, de su flemática paciencia para enfrentar la

adversidad. Sólo una cosa podía desequilibrar su carácter reflexivo y pacífico: la

falta de cigarrillos.

El exilio marca un antes y un después en la vida y en la obra de Bajtín. El

Dostoievski sería su presentación en el mundo editorial y también su despedida. El



destino de ese libro describe una simbólica simetría con el de su autor: si en 1929

su primera edición ayudó a salvarlo de una muerte física segura, la segunda, que

aparecería en 1963, marcaría su redescubrimiento, impediría su muerte intelectual

y lo lanzaría al reconocimiento internacional. A fines de los '50, una nueva

generación, que había leído ávidamente el

Dostoievski, descubriría con estupor que su autor, sobre el que circulaban diversas

leyendas —entre otras que no existía, que era un seudónimo colectivo—, vivía, casi

completamente ignorado, en la periferia geográfica e intelectual de su propio país.


Diecisiete años atrás

San Petersburgo, invierno de 1913. La intelligentsia local, que es como decir



la inteligencia rusa, arde en los cafés de moda y en los cabarets vanguardistas. El

clima político radicalizado por la frustrada revolución de 1905 y la inminencia de

la Primera Guerra Mundial galvanizan el aire, en el que se cruzan como flechas las

encendidas defensas de los "ismos". El simbolismo pierde terreno mientras se

levantan el acmeísmo de Anna Ajmátova y Ossip Mandelstam y el futurismo de

Maiakovsky. Se leen manifiestos; el del futurismo iconoclasta fue llamado "una

bofetada en la cara del gusto del público". Bajtín tiene dieciocho años, ya ha

cursado un año universitario en Odessa y acaba de ingresar en la Facultad de

Historia y Filología Clásicas. Los años universitarios de Bajtín coinciden con la

Primera Guerra Mundial y la Revolución de 1917, años de fructífero caos.

En la facultad, Mijail frecuenta a los formalistas, los aliados más cercanos

de Maiakovsky. Años después, serían sus oponentes frontales en la elaboración de

su teoría del texto. En San Petersburgo, comparte un cuarto de estudiantes con su

hermano mayor. Nikolai, extravertido y temperamental, reúne todas las

condiciones para ser admirado por su hermano menor: es brillante, tiene carisma,

como toda esa generación —incluido su hermano— es de una precocidad

desconcertante, y ya posee una sólida formación filosófica y literaria. Pocos años

atrás, en la época del colegio secundario de Vilno, Nikolai lideraba a sus

compañeros: se escurrían a medianoche al laboratorio a cantar "La Internacional",

escribían poesía revolucionaria, leían a Nietzsche, a Kierkegaard, a Baudelaire, a

Kant.

En San Petersburgo, los hermanos Bajtín comparten la fiebre de esos días en

los que las vanguardias desafían a una compleja tradición. Lo que generosamente

brinda la

intelligentsia rusa en dos décadas, provocará largas y complejas



consecuencias en el pensamiento europeo del siglo XX. Derivaciones conceptuales

de los que Bajtín "está pensando" en esos años, reaparecerán en la estética de la

recepción de la escuela de Tartu, en Lacan, y en la pragmática, teoría lingüística

que anticipa la crítica al estructuralismo francés de los 60. Si bien los dos

hermanos frecuentan estas reuniones fervorosas, la inclinación natural de Mijaíl al

pensamiento y la filosofía lo lleva a la Sociedad Filosófico-Religiosa de San

Petersburgo donde, sin tener que ver con la teología, la discusión se centraba en

un problema de base para la futura definición de un imperio anacrónico y

tambaleante: el enfrentamiento entre rusófilos e internacionalistas. Amante de la

tradición rusa, Bajtín sentía al mismo tiempo el interés urgente de abrirse al

europeísmo. Rusia se desentumecía de su largo sueño medieval para producir en

veinte años el Renacimiento que nunca había tenido.

Sólo tres años atrás, en 1910, había muerto Tolstoi, quien supo ver como

nadie los cambios que se gestaban. Sin embargo, a Tolstoi lo horrorizaba la idea de

una revolución sangrienta, creía fervientemente en el cristianismo y que todo podía

cambiarse "desde el corazón de los hombres". Gandhi, que fue su discípulo

epistolar, pudo, al menos en parte, cumplir el sueño tolstoiano de la no-violencia.

Pero en Rusia, siglos de sometimiento y hambre de los campesinos conducían

inexorablemente al cambio violento.

A la Revolución de 1917 siguió la guerra civil. El conflicto separó

ideológicamente a los hermanos: Nikolai se unió al ejército blanco zarista; cuando

los vencieron, abandonó Rusia para siempre. Fue marino en el Mediterráneo y una

noche de borrachera, en Constantinopla, se unió a la Legión Extranjera. En 1930

aparece en París donde, azarosamente, descubre el libro de Mijail sobre

Dostoievski. En 1932 está en Cambridge, haciendo amistad con Wittgenstein. Para

que se cumplan las simetrías, Wittgenstein pasaba por un momento fuertemente

tolstoiano. Siguiendo las enseñanzas del escritor sobre la humildad, se van a vivir

juntos a un barrio obrero de Londres. En 1950, Nikolai muere en Inglaterra sin

saber que su hermano vivía, convencido de que había perecido en las purgas

stalinistas.

En Rusia, el invierno de 1918 fue feroz; no había alimentos, no había

combustible, no había leña. En los departamentos se quemaban los muebles,

después los libros y, finalmente, el parquet. Si bien la reacción de los intelectuales

ante la revolución no fue ni mucho menos homogénea, en medio de las penurias

continuaba una atmósfera de euforia milenarista; la vida intelectual se enriqueció

con la suma de los escritores, músicos y pintores judíos que antes de la revolución

eran discriminados. Pronto hubo una emigración de San Petersburgo a ciudades de

provincia, donde el clima político era más tranquilo. Como muchos de sus

compañeros, Bajtín pasa a vivir en Nevel y luego en Vitebsk, donde formaría, con

Pumpiansky, Yudina y Kagan y posteriormente Voloshinov y Medvedev, el

llamado "círculo de Bajtín". Allí también, Mijail conocería a Elena Alexandrovna

Okolovich, con quien se casa en 1921. Había motivos para que, más allá de la

devoción mutua que se profesaron, Elena fuera la persona capital en su vida. Por

un lado, los cuidados de una dolorosa enfermedad que terminaría con la

amputación de una pierna; por el otro, el talento nulo de su marido para la vida

práctica. Bajtín era excéntrico, humorístico y un charlista incansable sin ninguna

pretensión sobre el nivel intelectual de su interlocutor, pero odiaba atender el

teléfono, se negaba a escribir y contestar cartas; le gustaban los aspectos "teatrales"

de la vida, rodearse de gente peculiar, a la que le divirtiera hacer bromas y

disfrazarse. Sus amigos desesperaban: era una lucha arrancarle un manuscrito para

llevarlo a imprenta. Bajtín desconfiaba de todo lo que hubiera dejado de estar "en

proceso", de lo que no estuviera abierto a la corrección o a un nuevo aporte. En

esos años, trabaja en su filosofía del lenguaje, en un texto fundamental sobre la

relación entre el autor y el héroe, en una teoría de la literatura basada en la

intertextualidad y en una serie de artículos y monografías centrados en dos temaseje

de su obra: ética y responsabilidad.

En Nevel y en Vitebsk, los intelectuales en medio de un clima de "cambio

total" generaron una cantidad de actividades que hoy asombran. Menciono, como

curiosidad, los "juicios" a los que escritores críticos y lectores sometían a los

personajes literarios. Como "abogado defensor" Bajtín fue muy popular: ganó

todos en los que se presentó. Uno de ellos fue la defensa de Katerina Maslova, el

personaje de

Resurrección, de Tolstoi. Lo asombroso no era la organización de



estas actividades, imbuidas del espíritu revolucionario de una cultura para todos; lo

asombroso era la cantidad inaudita de público que acudía. Había que habilitar

pasillos y escaleras horas antes de que comenzara el debate. Para estos tópicos y

para otro, muy popular en esos días y caro a los rusos, la existencia de Dios,

directamente no había localidades.

Poco después, los Bajtín regresan a San Petersburgo. En medio de los

puestos burocráticos o académicos que sus amigos logran conseguir, Bajtín queda

al margen. Su incansable energía intelectual no condecía con su carácter: Nada

más alejado del frenesí de la década que este hombre necesitado de su sofá, de sus

incesantes cigarrillos, de sus continuas tazas de té fuerte y de la calma para pensar.

A pesar de todo, Bajtín era un hombre "que no le seguía el paso a la época", más

parecido a un filósofo de cámara, a un Martin Buber (de quien se consideraba

discípulo) que a un inquieto activista de la cultura. Para ayudarlo, le organizan

conferencias: la entrada equivalía al valor de un boleto de tranvía. Atrincherado en

su mundo privado, Bajtín publicó libros bajo los nombres de sus amigos discípulos

Medvedav y Voloshinov y siguió escribiendo. En sus cajones dormía el largo

artículo de 1919: “La arquitectónica de la responsabilidad”. El concepto de

responsabilidad que Bajtín desarrolla en relación con la ética es sorprendentemente

cercano al del existencialismo; se anticipa ocho años a

Ser y tiempo de Heidegger y en décadas a  El ser y la nada, de Sartre. No se trata de

magnificar a Bajtín ni de destacar influencias imposibles (su ensayo se publicaría recién

en 1979), sino de


ubicarlo en una constelación de hombres que, alejados en el espacio y en el

tiempo, pensaron respuestas confluyentes para interrogantes que marcaron el siglo.

Terminaba la década del veinte, muchas cosas habían cambiado. Bajtín es

arrestado, condenado a prisión y enviado a Siberia.

Siberia Occidental, 1936


Como le habían dicho a Elena al abordar el tren, en Kustanai el clima es


severo. A los 18 grados bajo cero de promedio en invierno se sumaba el terrible
buran.
Soplaba con tal fuerza que los habitantes del pueblo tenían que aferrarse a


los cables tendidos en las bocacalles para que no los volara. Bajtín tiene la

enseñanza prohibida: ni filosofía ni literatura. Pronto su capacidad es requerida

para tópicos más prácticos: una conferencia para los almaceneros de ramos

generales. Después, clases de contabilidad para los campesinos de los koljoz. Se

reúnen multitudes en los enormes galpones. Sin perder su proverbial calma, Bajtín

enseña teneduría de libros, de paso, habla de literatura y recita a Pushkin. Entre sus

alumnos están los rudos campesinos que forman la Guardia Roja local, a la que el

maestro debe reportarse una vez a la semana. Indudablemente, eran tiempos poco

propicios para el travestismo social, la obscenidad desbocada o el cambio de roles,

temas centrales de su monumental
Rabelais, desarrollado en su vida invisible y


cuyo primer capítulo trata de la historia de la risa. En su vida visible, publica en el

Comercio soviético, el único escrito suyo que en esos años conoce la prensa,

"Experiencias basada en un estudio de demanda entre los trabajadores de los

koljoz". Bajtín tuvo pleno contacto con lo que se llamó la "colectivización".

El dato no es anecdótico. La colectivización en el trabajo se extendió a la

unificación de lenguajes y costumbres de un país marcado por diferencias

étnicas de todo tipo. Más todavía, desde hacía un par de años se recomendaba a

los escritores un método literario que se llamó "realismo socialista". Su

convencionalización, sus pautas estandarizadas, su "programa" están en las

antípodas de la teoría que Bajtín escribe a contrapelo: "El discurso en la

novela", en el que explora de qué modo diferentes épocas se representaron a sí

mismas en el género más maleable de la literatura. Términos tales como

"lenguaje unificado", "géneros oficiales", "canonización del sistema ideológico"

que aparecen en ese texto, no fueron, en 1934, elegidos inocentemente. El

requerimiento oficial de mostrar un héroe positivo, ideológicamente correcto, se

da de patadas con su compleja formulación de la construcción del personaje; de

un verosímil que refleje el mundo imperfecto, incompleto, impredecible: el de la

vida humana. Sin embargo, la idea de un lenguaje narrativo accesible que

sirviera, además, para educar al pueblo, le interesó tanto a Bajtín que le dedicó

un libro. Lo que ocurrió con el manuscrito es digno de mencionarse. En 1941 la

Unión Soviética entra en la Segunda Guerra Mundial. La pobreza es extrema.

Bajtín tenía tabaco pero no papel: armó sus cigarrillos con el original y se fumó

su ensayo sobre la novela de educación. Esto ya es leyenda e, inesperadamente,

al otro lado del mundo y de la ideología, Paul Auster no quiso perdérselo: hay

una cita de esta anécdota en su película
Cigarros. A fines de los 40 y en los 50,



Bajtín accede a puestos no demasiado notorios de enseñanza, en ciudades

periféricas de la capital. Los años finales, ya sin Elena, los pasa en un pequeño

departamento de Moscú.

¿Puede un hombre situarse al costado de su tiempo, dejando a un lado

circunstancias extremas y condicionamientos de censura y, desde allí, pensar?

Bajtín pudo hacerlo. Fue un espíritu libre y una de las inteligencias más

profundas del siglo XX. Moral e intelectualmente desprejuiciado, nada ni nadie

pudo impedir a este hombre modesto hacer aquello para lo que estaba

inusualmente dotado: pensar. Y Bajtín pensó a favor de los vientos que

cambiaron su época. Pensó una filosofía libre, en la que contradicción y

heterogeneidad forman parte de la existencia humana y pasan a formar parte

ineludible de su representación estética..

Aunque los tuvo al final de su vida, no necesitó ni reconocimiento ni

celebridad. Desde la perspectiva Bajtiniana el deseo de originalidad parece fútil; la

creatividad es, en última instancia, anónima. Es decir, colectiva. Nadie puede

pensar solo, ni descubrir ningún camino si no es en diálogo con el otro.

Bajtín muere en Moscú el 7 de marzo de 1975.

lunes, 23 de abril de 2012

BAJTIN

   
Este linguista ruso elabora una teoría sobre el carácter dialógico del lenguaje en un intento por fundar una linguística del habla, internándose en un objeto de estudio que Saussure no abordó. Para ello produce la noción de enunciado, limitado por su género de discurso, siempre orientado hacia un interlocutor y atravesado por valoraciones histórico-ideológicas. De esto se desprende una teoría de las relaciones humanas, para la cual es la mirada del otro la que otorga sentido a la propia existencia de un sujeto y la completa. En el diálogo, la voz de ese otro constituye a su semejante a través de la palabra propia, configurando una mirada donde el sujeto se reconoce en el otro tanto en las afinidades como en las disidencias.Bajtín plantea que el carácter dialógico del lenguaje puede ser ahogado o disimulado por un uso de carácter autoritario y monológico.

Los discursos que se producen cotidianamente en cada situación de la vida están configurados por ciertas pautas generales socialmente establecidas que forman tipos de discursos. A estos tipos generales Bajtín los denomina "géneros discursivos" definidos como conjuntos estables de enunciados que dependen de cada esfera de la actividad humana, caracterizados por una composición, estructura u orden del material discursivo, un estilo o recursos gramaticales y léxicos y un tema o contenido. En otros términos, cada esfera de la praxis produce un uso concreto de la lengua, con tipos estables de enunciados que al encadenarse entre sí, conforman la discursividad.

Bajtín clasifica a los géneros en simples o primarios, cuando se trata de comunicaciones directas, espontáneas y presenciales como las cotidianas (conversaciones familiares, diálogos de trabajo); y géneros compuestos o secundarios cuando la comunicación es indirecta, requiere de tecnología y el discurso se reelabora mediante la utilización de géneros primarios (conferencia, novela, investigación científica, medios masivos).

Este autor plantea que el signo no sólo refleja un sentido sino que refracta sentidos, es la “arena” donde transcurre el combate social entre intereses económicos y culturales. Una palabra viva no es un sonido-lugar en una estructura, un hecho de la lengua: las palabras no son neutras y sin connotación afectiva, moral o política, sino que constituyen hechos del habla, parte del torrente de la vida. Para Bajtín, a diferencia de Saussure, el signo no es una abstracción definida por una posición y diferencia asociado a un fonema, sino un hecho material, concreto e histórico.

jueves, 19 de abril de 2012

Más sobre Peirce

¿QUÉ ES UN SIGNO? por Charles S. Peirce (1894)

§1. Esta es una cuestión esencial, ya que todo razonamiento es interpretación de signos de algún tipo. Pero es también una pregunta muy difícil, que exige una profunda reflexión.
Es necesario reconocer tres estados mentales diferentes.
Primero, imagina a una persona en un estado de somnolencia. Supongamos que no está pensando en nada más que en el color rojo. Tampoco está pensando acerca de él, esto es, no se pregunta ni se responde a ninguna cuestión sobre él, ni siquiera se dice a sí mismo que le gusta, sino que simplemente lo contempla tal y como su imaginación se lo presenta. Quizás cuando se canse del rojo, cambie a algún otro color, -por ejemplo, un azul turquesa- o a un color rosa; - pero si lo hace así, lo hará por el juego de la imaginación sin ninguna razón y sin ninguna coacción. Esto es lo más cerca que se puede estar de un estado mental en el que algo está presente, sin coacción y sin razón; se llama Sensación. Excepto en la hora en la que se está medio despierto, nadie está realmente en un estado de sensación puro y simple. Pero siempre que estamos despiertos, algo se presenta ante nuestra mente, y lo que se presenta, sin referencia a ninguna coacción o razón, es la sensación.

Segundo, imagina que nuestro soñador oye repentinamente un silbato de barco de vapor alto y prolongado. En el instante en que comienza a escucharlo, se sobresalta. Instintivamente trata de escapar; sus manos se dirigen a sus oídos. No es tanto que sea desagradable sino que ejerce gran fuerza sobre él. La resistencia instintiva es una parte necesaria de ello: el hombre no sería consciente de que su voluntad había resistido, si no tuviera la auto-afirmación de resistirse. Es lo mismo que cuando nos esforzamos frente a la resistencia exterior; si no fuera por esa resistencia no tendríamos nada sobre lo que pudiéramos ejercitar la fuerza. Este sentido de actuar y de que algo actúe sobre nosotros, que es nuestro sentido de la realidad de las cosas, -tanto de las cosas exteriores como de nosotros mismos-, puede ser llamado el sentido de Reacción. No reside en ninguna Sensación; corresponde a la ruptura de una sensación por otra sensación. Esencialmente implica dos cosas que actúan una sobre otra.

Tercero, imaginemos que nuestro soñador ahora está despierto, incapaz de evitar el penetrante sonido, se pone en pie de un salto y trata de escaparse por la puerta, que supondremos que había sido cerrada con un portazo precisamente cuando el silbido comenzó. Pero digamos que el silbido cesa en el instante en que nuestro hombre abre la puerta. Mucho más aliviado, piensa en volver a su sitio, y así cierra la puerta otra vez. Sin embargo, tan pronto como lo hace el silbido vuelve a empezar. Se pregunta a sí mismo si el cerrar la puerta tiene algo que ver con esto; y una vez más abre la misteriosa puerta. En cuanto la abre el sonido cesa. Está entonces en el tercer estado mental: está PENSANDO. Esto es, es consciente de que está aprendiendo, o de que experimenta un proceso por el que se descubre que un fenómeno está gobernado por una regla, o que tiene una manera general de comportarse que puede llegar a ser conocible. Descubre que una acción es la manera, o el medio, de producir otro resultado. Este tercer estado mental es completamente diferente de los otros dos. En el segundo había solamente un sentido de fuerza bruta; ahora hay un sentido de estar gobernado por una regla general. En la Reacción están implicadas sólo dos cosas; pero en el estar gobernado hay una tercera cosa que es un medio para un fin. La misma palabra medio significa algo que está en el medio entre otros dos. Además, este tercer estado mental, o Pensamiento, tiene un sentido de aprendizaje, y el aprendizaje es el medio por el pasamos de la ignorancia al conocimiento. Así como el sentido más rudimentario de la Reacción implica dos estados de Sensación, también descubriremos que el Pensamiento más rudimentario implica tres estados de Sensación.

Conforme avanzamos en el tema, estas ideas, que parecen vagas la primera vez que las vislumbramos, empezarán a hacerse más y más claras; y su gran importancia se impondrá también a nuestras mentes.

§2. Hay tres clases de interés que podemos tener en una cosa. Primero, podemos tener un interés primario en la cosa por sí misma. Segundo, podemos tener un interés secundario en ella a causa de sus reacciones con otras cosas. Tercero, podemos tener un interés mediador en ella, en tanto que transmite a la mente una idea sobre una cosa. En tanto que lo hace así es un signo o representación.

§3. Hay tres clases de signos. En primer lugar, hay semejanzas o iconos; que sirven para transmitir ideas de las cosas que representan simplemente imitándolas. En segundo lugar, hay indicaciones o índices; que muestran algo sobre las cosas por estar físicamente conectados con ellas. Tal es un poste indicador, que indica la carretera a seguir, o un pronombre relativo, que está situado justo después del nombre de la cosa que pretende denotar, o una exclamación vocativa, como "¡Eh! ¡Oye!", que actúa sobre los nervios de la persona a la que se dirige y la obliga a prestar atención. En tercer lugar, hay símbolos, o signos generales, que han sido asociados con su significado por el uso. Tales son la mayor parte de las palabras, y las frases, y el discurso, y los libros, y las bibliotecas.
Consideremos estos distintos usos de las tres clases de signos más detenidamente.

§4. Semejanzas. Las fotografías, especialmente las fotografías instantáneas, son muy instructivas, porque sabemos que en ciertos aspectos son exactamente como los objetos que representan. Pero este parecido es debido a que las fotografías son producidas bajo tales circunstancias que están físicamente obligadas a corresponder punto por punto a la naturaleza. En este sentido, pues, pertenecen a la segunda clase de signos, los de la conexión física. El caso es diferente si yo supongo que las cebras son probablemente obstinadas, o animales desagradables de algún otro modo, porque parecen tener un parecido general con los burros y los burros son tercos. Aquí el burro funciona precisamente como una semejanza probable con la cebra. Es verdad que suponemos que el parecido tiene una causa física en la herencia; pero entonces, esta afinidad heredada es en sí misma sólo una inferencia a partir de la semejanza entre los dos animales, y no tenemos (como en el caso de la fotografía) ningún conocimiento independiente de las circunstancias de producción de las dos especies. Otro ejemplo del uso de una semejanza es el diseño que un artista hace de una estatua, de una composición pictórica, de una construcción arquitectónica, o de una pieza de decoración, y, al contemplarlo, puede averiguar si lo que propone será bello y satisfactorio. La pregunta realizada se contesta, pues, casi con certeza porque tiene que ver con cómo el propio artista será afectado. El razonamiento de los matemáticos resultará estar basado principalmente en el uso de las semejanzas, que son los auténticos goznes de las puertas de su ciencia. La utilidad de las semejanzas para los matemáticos consiste en que sugieren, de una manera muy precisa, aspectos nuevos de supuestos estados de cosas. En la intercomunicación las semejanzas son también bastante indispensables. Imagina a dos hombres que no hablan la misma lengua reunidos en un lugar remoto lejos del resto de la humanidad. Tienen que comunicarse, pero ¿cómo lo harán? Por la imitación de sonidos, por la imitación de gestos y por dibujos. Éstas son las tres clases de semejanzas. Es cierto que también usarán otros signos, indicaciones con los dedos, y otros parecidos. Pero, después de todo, las semejanzas serán los únicos medios de describir las cualidades de las cosas y de las acciones que tienen en mente. El lenguaje rudimentario, cuando los hombres comenzaron a hablar por primera vez, debió de consistir en su mayor parte en palabras directamente imitadoras, o en nombres convencionales que asignaban a dibujos. El lenguaje egipcio es un lenguaje excesivamente tosco.

Fue, por lo que sabemos, el primero en ser escrito, y la escritura es toda a través de dibujos. Algunos de estos dibujos llegaron a representar sonidos, -letras y sílabas-. Pero otros representan directamente ideas. No son nombres, no son verbos; son simplemente ideas pictóricas.

§5. Indicaciones. Pero los dibujos solos, -semejanzas puras-, nunca pueden transmitir la más mínima información. De este modo la figura 3 sugiere una rueda. Pero le deja al espectador la incertidumbre de si es una copia de algo realmente existente o un mero juego de la imaginación. Lo mismo es verdadero a cerca del lenguaje general y de todos los símbolos. Ninguna combinación de palabras (excluyendo los nombres propios, y en ausencia de gestos u otras concomitancias indicativas del habla) puede transmitir la más mínima información. Esto puede sonar paradójico; pero el siguiente pequeño diálogo imaginario mostrará hasta qué punto es verdad:

Dos hombres, A y B, se encuentran en una camino comarcal, cuando tiene lugar la siguiente conversación.

B. El propietario de esa casa es el hombre más rico de estos lugares.
A. ¿Qué casa?
B. ¿Acaso no ves una casa a tu derecha, más o menos a siete kilómetros de distancia, sobre una colina?
A. Si, creo que puedo divisarla.
B. Muy bien, esa es la casa.

De este modo, A ha adquirido información. Pero si camina hasta un pueblo distante y dice "el propietario de una casa es el hombre más rico de esos lugares", la observación no se referirá a nada, a menos que le explique a su interlocutor cómo proceder desde donde está para encontrar ese distrito y esa casa. Sin eso no indica de qué está hablando. Para identificar un objeto, generalmente indicamos su lugar y determinamos un tiempo; y en cualquier caso debe mostrarse cómo puede conectarse una experiencia suya con la experiencia previa del oyente. Para determinar un tiempo debemos calcularlo a partir de una época conocida, -ya sea el momento presente, o el supuesto nacimiento de Cristo, o algo similar-. Cuando decimos que la época debe ser conocida, queremos decir que debe estar conectada con la experiencia del oyente. Tenemos también que calcular en unidades de tiempo; y no hay manera de saber qué unidad nos proponemos usar a menos que apelemos a la experiencia del oyente. De igual modo, no puede describirse ningún lugar a no ser por referencia a algún lugar conocido; y la unidad de distancia usada debe definirse por referencia a alguna barra o algún objeto que la gente pueda usar realmente, directa o indirectamente, para medir. Es cierto que un mapa es muy útil para designar un lugar; y un mapa es un tipo de dibujo. Pero a menos que el mapa tenga una marca de una localidad conocida, y la escala de millas, y los puntos de la brújula, no mostraría mejor dónde se encuentra un lugar que lo que muestra el mapa la situación de Brobdingnag en Los viajes de Gulliver (1). Es cierto que si se encontrara una nueva isla, digamos en el Océano Ártico, su situación podría ser indicada de forma aproximada en un mapa que no tuviese letras, meridianos ni paralelos; ya que los trazados familiares de Islandia, Nueva Zemla, Groenlandia, etc. servirían para indicar su posición. En tal caso, nos serviríamos de nuestro conocimiento de que no hay otro lugar en el que algún ser de este mundo sea capaz de hacer un mapa de lo que tiene trazados como esos de las tierras árticas. Esta experiencia del mundo en el que vivimos hace que el mapa sea algo más que un mero icono y le confiere los caracteres añadidos de un índice. De este modo es cierto que uno y el mismo signo puede ser al mismo tiempo una semejanza y una indicación. Aun así, las funciones de estos tipos de signos son totalmente diferentes. Puede objetarse que tanto las semejanzas como los índices se basan en la experiencia, que una imagen del rojo carece de significado para una persona ciega, tanto como la de la pasión erótica para el niño. Pero éstas son realmente objeciones que ayudan a la distinción; ya que no es la experiencia, sino la capacidad para la experiencia, lo que muestran que es requisito para una semejanza; y este requisito lo es, no para que la semejanza sea interpretada, sino para que sea presentada a los sentidos. Muy diferente es el caso de una persona sin una experiencia previa y de otra con una experiencia previa que se encuentran al mismo hombre y advierten las mismas peculiaridades, que indican una historia completa al hombre con experiencia previa, pero que no revelan nada al hombre no experimentado.

Examinemos algunos ejemplos de indicaciones. Veo un hombre que se balancea al andar. Ésta es una indicación probable de que es un marinero. Veo un hombre con las piernas arqueadas con pantalones de pana, polainas y una chaqueta. Éstas son indicaciones probables de que es un jockey o algo parecido. Una veleta indica la dirección del viento. Un reloj de sol o un reloj indican la hora del día. Los geómetras colocan letras en diferentes partes de sus diagramas y luego usan esas letras para indicar esas partes. Las letras son usadas de modo similar por los abogados y por otros. De este modo podemos decir: Si A y B están casados y C es su hijo, mientras que D es el hermano de A, entonces D es el tío de C. Aquí A, B, C y D cumplen la función de pronombres relativos, pero su uso es más conveniente ya que no requiere ninguna colocación especial de las palabras. Un golpe en la puerta es una indicación. Todo lo que centra la atención es una indicación. Todo lo que nos sorprende es una indicación, en tanto en cuanto marca la unión de dos porciones de experiencia. De este modo un rayo tremendo indica que ocurrió algo considerable ocurrió, aunque puede que no sepamos de un modo preciso de qué acontecimiento se trataba. Pero puede esperarse que se conecte con alguna otra experiencia.

§6. Símbolos. La palabra símbolo tiene tantos significados que sería una ofensa al lenguaje añadirle otro nuevo. No pienso que el significado que yo le doy, el de un signo convencional, o el de uno que depende de un hábito (adquirido o innato), sea tanto un nuevo significado como un regreso al significado original. Etimológicamente significaría una cosa unida a otra, igual que el embolon (embolum) es una cosa que entra en algo, un cilindro, y el parabolon (parabolum) es una cosa que está fuera, la seguridad colateral, y el upobolon (hypobolum) es una cosa que está colocada debajo, un regalo prenupcial. Usualmente se dice que en la palabra símbolo hay que entender el unir en el sentido de conjetura; pero si ese fuera el caso, deberíamos descubrir que algunas veces, por lo menos, significó una conjetura, un significado que puede buscarse en vano en la literatura. Pero los griegos usaban con mucha frecuencia "unir" (sumballein) para significar el hacer un contrato o un acuerdo. Luego, encontramos el símbolo (sumbolon) usado antiguamente y a menudo para significar un acuerdo o un contrato. Aristóteles llama al nombre "símbolo", esto es, signo convencional. En Grecia, un reloj de fuego es un "símbolo", esto es, una señal acordada; un estandarte o una bandera es un "símbolo", una contraseña es un "símbolo", una insignia es un "símbolo"; el credo de una iglesia se llama símbolo, porque sirve como insignia o lema; una entrada de teatro se llama "símbolo"; todo ticket o cheque que le da a uno derecho a recibir algo es un "símbolo". Además, toda expresión de sentimiento se llamó un "símbolo". Tales fueron los principales significados de la palabra en el lenguaje original. El lector juzgará si son suficientes para justificar mi afirmación de que no estoy forzando seriamente la palabra al emplearla como estoy proponiendo hacerlo.

Toda palabra corriente, como "dar", "pájaro", "matrimonio", es un ejemplo de un símbolo. Es aplicable a todo lo que puede encontrarse que realiza la idea conectada con la palabra; no identifica, por sí misma, esas cosas. No nos muestra un pájaro, ni realiza delante de nuestros ojos una donación ni un matrimonio, pero se supone que somos capaces de imaginar esas cosas, y de haber asociado la palabra con ellas.

(1) El libro II de Los viajes de Gulliver de Jonathan Swift se abre con un mapa imaginario de Brobdingnag que se va convirtiendo en un mapa de la costa del Pacífico Norte Americano.

(Este trabajo, compuesto probablemente a principios de 1894, fue originalmente el primer capítulo de un libro titulado "El arte de razonar", pero luego resultó ser el segundo capítulo del multivolumen de Peirce "Cómo razonar: Una crítica de los argumentos" (también conocida como "La gran lógica").] En esta selección Peirce ofrece una explicación de los signos basada en un análisis de la experiencia consciente tomando como punto de partida sus tres categorías universales. Estudia las tres clases principales de signos -iconos, índices y símbolos- y pone muchos ejemplos. Sostiene, como había hecho anteriormente, que el razonamiento debe implicar estas tres clases de signos, y afirma que el arte del razonar es el arte de ordenar signos, enfatizando así la relación entre lógica y semiótica.)

lunes, 16 de abril de 2012

clase de consulta

Invitamos a los estudiantes a concurrir a las clases de consulta de semiología
aula de consulta: 34
horario: lunes de 17/19 hs

sábado, 14 de abril de 2012

PEIRCE y la Semiótica





Este autor afirma que nunca ha estado en su poder estudiar nada (matemática, metafísica, gravitación, termodinámica, óptica, química, anatomía, astronomía, psicología, economía, vinos, historia de la ciencia) que no fuera considerado como un estudio semiótico.

La lengua no es el modelo de su análisis, ésta forma parte de un proceso mayor, como lo son el pensamiento y el razonamiento, que permiten reconocer la existencia de signos. Las cosas que se nombran son, antes que nada, signos que desencadenan mecanismos de razonamiento en donde “algo” se encuentra en lugar de otra cosa: un nombre ocupa el lugar de la cosa y ese nombre a su vez permite que se lo interprete, que se lo traduzca en otros signos y así sucesivamente. Para Peirce los signos determinan acciones y conductas: el significado se extrae no internamente del signo, sino externamente a partir de la acción que el signo provoca.

Este autor afirma que ningún conocimiento posee una significación intelectual por lo que es en sí mismo, sino sólo por los efectos que provocará sobre otros pensamientos. La existencia de un conocimiento no es sólo algo actual, sino que consiste en que bajo ciertas circunstancias, algún otro conocimiento pueda tener lugar (semiosis).

Es por ello que plantea que la semiótica busca explicar el universo en su extensión y mostrar qué hay de inteligible y razonable en él. Esta disciplina por lo tanto se encarga de desentrañar la afirmación (un postulado que sin embargo puede no ser completamente verdad) de que el proceso de la naturaleza y el proceso del pensamiento son similares.

Peirce plantea que hasta este punto en la evolución del mundo, todo lo que los sujetos tienen es posibilidad de un real, primeridad; nada es aún real, no hay aún segundidad. Sin embargo, la posibilidad o la potencialidad del caos, es la misma actualización, y el segundo gran paso en la evolución es que el mundo de la actualidad emerge del mundo de las cualidades: el de la segundidad es un mundo de hechos y sucesos, cuya existencia consiste en la mutua interacción de las cualidades, ahora actualizadas. Pero el mundo aún no incluye la terceridad o la ley: la transición a un mundo de terceridad, el tercer gran paso en la evolución, es el resultado de la tendencia a adquirir hábitos, es la tendencia inherente en el mundo de los sucesos: la ocurrencia de los eventos singulares, establece una tendencia, y la recurrencia de eventos de este tipo, puede llevar a uniformidades de escala mayor (leyes), y a la emergencia de todas las uniformidades, desde el tiempo y espacio a la materia física, las leyes de la naturaleza e incluso las dinámicas de lo social, que pueden explicarse como el resultado de la tendencia universal a habituarse. Peirce consideraba esta rendición del azar y la libertad ante el hábito y la ley como el crecimiento tendiente a una concreta razonabilidad, es decir, la terceridad, aunque alertaba acerca del fin de la historia marcado por una posible cristalización del pensamiento, que se podría convertir completamente en el gobierno de la ley y sin ningún residuo de espontaneidad y creatividad (la verdadera razonabilidad concreta), planteando la necesidad de algún elemento de libertad y originalidad que persista en un universo que alcance un estado de equilibrio entre la ley y el azar.

Para este autor un signo debe cumplir ciertas condiciones para que pueda ser considerado como tal, lo que constituye la base de su teoría acerca de las categorías:

- “algo” tiene alguna cualidad y por tanto puede ser percibido;

- “algo” está en relación con algún existente, lo que constituye un hecho singular;

- “algo” debe ser comprendido o incluso traducido por “algo”, lo que origina un interpretante que articule el sentido original y la referencia: es una relación de pensamiento y su naturaleza es la de las leyes.

miércoles, 11 de abril de 2012

Emile Benveniste / Modos de significancia: semiótico y semántico


La lengua combina dos modos distintos de significación: el semiótico y el semántico. El semiótico describe le modo de significación que es propio del signo lingüístico y que lo constituye como unidad. La única cuestión que un signo suscita para ser reconocido es la de su existencia y ésta se decide por sí o por no: árbol existe, orbol no. Más allá de esto, se lo compara, para delimitarlo, ya sea a significantes parecidos (pala / pata), ya sea a significados cercanos (sable / fusil). Todo el estudio semiótico, en sentido estricto, consistirá en identificar las unidades, en describir las marcas distintivas y en descubrir criterios cada vez más sutiles de distintividad.

Con el modo semántico entramos en el modo específico de significancia que es engendrado por el discurso. Los problemas que se planean aquí corresponden a la función de la lengua como productora de mensajes.

Ahora bien, el mensaje no se reduce a una sucesión de unidades que se identifican separadamente; no es una suma de signos lo que produce el sentido, es por el contrario el sentido, concebido globalmente, el que se realiza y se divide en signos particulares que los las palabras.

En segundo lugar, lo semántico se hace cargo necesariamente del conjunto de los referentes, mientras que lo semiótico es, por principio, independiente de toda referencia. El orden semántico se identifica al mundo de la enunciación y al universo del discurso.

Que se trata de dos órdenes distintos de nociones y de dos universos conceptuales se puede demostrar también por la diferencia en el criterio de validez que requiera uno u otro. El signo debe ser reconocido, el discurso debe ser comprendido.

La lengua es así el único sistema cuya significancia se articula en dos dimensiones. Los otros sistemas tienen una significancia unidimensional: o semiótica (señales de tránsito) sin semántica; o semántica (expresiones artísticas) sin semiótica. El privilegio de la lengua es comprender a la vez la significancia de los signos y la significancia de la enunciación.

Adaptado de E. Benveniste: “Semiología de la lengua”, en Problemas de Lingüística General, II.

Aviso por paro docente (III)

La prof. Gabriela Franco no concurrirá a la sede en el día de hoy debido al paro docente.

Aviso por paro docente (II)

La prof. Marcela Fiorentino no concurrirá en el día de hoy a su clase de Taller.

Aviso sobre el paro docente en talleres

La prof. Liliana Stengele y el prof. Pablo Valle no concurrirán en el día de hoy a su clase de Taller.

martes, 10 de abril de 2012

PARO NACIONAL DE DOCENTES UNIVERSITARIOS

PARO NACIONAL DE LOS DOCENTES UNIVERSITARIOS, convocado por el Plenario de Secretarios Generales de la CONADUH (Confederación Nacional de Docentes Universitarios Histórica) ante la oferta salarial presentada el jueves 29 de marzo.

La medida de fuerza será por 48 hs. y se realizará los días miércoles 11 y  jueves 12 de abril
Frente al ofrecimiento más bajo a toda la docencia del país,

PARO NACIONAL:

Por un sueldo básico para el cargo testigo de $3000
Vigencia del nomenclador
Derogación del impuesto a las ganancias y de los topes a las asignaciones familiares.
Ningún docente sin salario. No al trabajo ad honorem y subrentado
Ninguna cesantía en la UBA. Plena vigencia de la Ley 26508 del 82% móvil
Reincorporación de los delegados del Centro Cultural Rojas de la UBA
Estabilidad y carrera docente.
Por un convenio colectivo de trabajo único con vigencia en todas las universidades
Para conocer la oferta salarial del Gobierno: http://www.agduba.org.ar/?p=1542

jueves, 5 de abril de 2012

BARTHES

Para este autor la semiología tiene por objetoel estudio de todo sistema de signos, cualesquiera sea su sustancia, cualesquiera sean sus límites: las imágenes, los gestos, los sonidos musicales, los objetos, los discursos (la literatura, la publicidad, el periodismo, la ciencia, el cine, la fotografía, etc.) y los complejos de esas sustancias que estructuran los ritos, protocolos, costumbres, la moda, constituyen todos lenguajes o sistemas de significación.

El sistema de la lengua es el modelo respecto del cual se miden el resto de los sistemas sociales de significación. Todo sistema semiológico se articula con el lenguaje: el sentido es nombrado, el mundo del los significados es el mundo del lenguaje. Consideradas las prácticas sociales desde este punto de vista, es posible hablar de una “gramática” de la moda, de la publicidad,etc. que se proponga el estudio de cómo se organizan los significantes en cada uno de estos sistemas.
Las imágenes y los mensajes cotidianos de la publicidad, el espectáculo, la cultura literaria y popular y los bienes de consumo, por ejemplo, son analizados como configuraciones míticas, es decir, como el resultado de operaciones ideológicas que transforman lo real, lo vacían de historia y lo llenan de naturaleza.

La función de los objetos se carga de sentido: desde el momento que hay sociedad, todo uso se convierte en signo de este uso: el uso del impermeable consiste en proteger contra la lluvia, pero este uso es indisociable del signo mismo de cierta situación climática.
Las imágenes y los mensajes cotidianos de la publicidad, el espectáculo, la cultura literaria y popular y los bienes de consumo son analizados como configuraciones “míticas”, es decir, como el resultado de operaciones ideológicas que transforman lo real, lo vacían de historia y lo llenan de naturaleza.
El semiólogo debe analizar múltiples materias de la expresión que difieren entre sí. Para este autor su función consiste en descifrar los signos que en una sociedad se naturalizan o se enmascaran. Para ello trabaja con el par conceptual denotación/ connotación. El primer término puede entenderse como “designación” o “descripción”: se refiere al sentido literal, explícito de las palabras. La connotación refiere a los valores adicionales asociados al significado denotado. La información que suministra la connotación es implícita, difusa, siendo la denotación el “soporte” de ésta. Los significados de connotación constituyen la ideología, y por ello son históricos o culturales.
Barthes considera tanto a la obra literaria (popular o culta, oral o escrita), a la imagen en sus variantes fotográficas, cinematográficas y televisivas, como sistemas sígnicos cuya significación se descubre en la descripción de su estructura y que sólo admite la correlación con otros sistemas semióticos y con la dimensión social.

Sistemas sociales de significación
ejemplos de tipos de SIGNOS y sus MATERIAS EXPRESIVAS (soportes)

Sonoros: música, conversación
Gráficos: escritura, dibujo
Visuales: cine, fotografía, moda, señales de tránsito, artes plásticas
Gestuales: representación teatral, danza, comportamiento, rito, expresiones faciales y corporales.
Los tipos de signos combinan materias expresivas para producir significación. 

miércoles, 4 de abril de 2012

El Golem y Platón

Aquí la poesía que recordó un estudiante a propósito de la conversación acerca de la relación entre lenguaje y realidad, en la que Borges hace referencia al Diálogo "Cratilo" de Platón

EL GOLEM

Si (como afirma el griego en el Cratilo)
el nombre es arquetipo de la cosa
en las letras de 'rosa' está la rosa
y todo el Nilo en la palabra 'Nilo'.

Y, hecho de consonantes y vocales,
habrá un terrible Nombre, que la esencia
cifre de Dios y que la Omnipotencia
guarde en letras y sílabas cabales.

Adán y las estrellas lo supieron
en el Jardín. La herrumbre del pecado
(dicen los cabalistas) lo ha borrado
y las generaciones lo perdieron.

Los artificios y el candor del hombre
no tienen fin. Sabemos que hubo un día
en que el pueblo de Dios buscaba el Nombre
en las vigilias de la judería.

No a la manera de otras que una vaga
sombra insinúan en la vaga historia,
aún está verde y viva la memoria
de Judá León, que era rabino en Praga.

Sediento de saber lo que Dios sabe,
Judá León se dió a permutaciones
de letras y a complejas variaciones
y al fin pronunció el Nombre que es la Clave,

la Puerta, el Eco, el Huésped y el Palacio,
sobre un muñeco que con torpes manos
labró, para enseñarle los arcanos
de las Letras, del Tiempo y del Espacio.

El simulacro alzó los soñolientos
párpados y vio formas y colores
que no entendió, perdidos en rumores
y ensayó temerosos movimientos.

Gradualmente se vio (como nosotros)
aprisionado en esta red sonora
de Antes, Después, Ayer, Mientras, Ahora,
Derecha, Izquierda, Yo, Tú, Aquellos, Otros.

(El cabalista que ofició de numen
a la vasta criatura apodó Golem;
estas verdades las refiere Scholem
en un docto lugar de su volumen.)

El rabí le explicaba el universo
"esto es mi pie; esto el tuyo, esto la soga."
y logró, al cabo de años, que el perverso
barriera bien o mal la sinagoga.

Tal vez hubo un error en la grafía
o en la articulación del Sacro Nombre;
a pesar de tan alta hechicería,
no aprendió a hablar el aprendiz de hombre.

Sus ojos, menos de hombre que de perro
y harto menos de perro que de cosa,
seguían al rabí por la dudosa
penumbra de las piezas del encierro.

Algo anormal y tosco hubo en el Golem,
ya que a su paso el gato del rabino
se escondía. (Ese gato no está en Scholem
pero, a través dElevando a su Dios manos filiales,
las devociones de su Dios copiaba
o, estúpido y sonriente, se ahuecaba
en cóncavas zalemas orientales.

El rabí lo miraba con ternura
y con algún horror. '¿Cómo' (se dijo)
'pude engendrar este penoso hijo
y la inacción dejé, que es la cordura?'

'¿Por qué di en agregar a la infinita
serie un símbolo más? ¿Por qué a la vana
madeja que en lo eterno se devana,
di otra causa, otro efecto y otra cuita?'

En la hora de angustia y de luz vaga,
en su Golem los ojos detenía.
¿Quién nos dirá las cosas que sentía
Dios, al mirar a su rabino en Praga?el tiempo, lo adivino.)

lectura optativa

A propósito de abordar la relación entre el lenguaje (los nombres) y la realidad (las cosas) hice referencia a este diálogo de Platón, para quienes deseen leerlo:

PLATÓN

CRÁTILO
HERMÓGENES, CRÁTILO, SÓCRATES
(selección)

HERMóGENES (1). - ¿Quieres, entonces, que hagamos partícipe también a Sócrates de nuestra conversacion? CRÁTILO (2). - Si te parece bien...
HERM. - Sócrates, aquí Crátilo afirma que cada uno de los seres tiene el nombre exacto por naturaleza. No que sea éste el nombre que imponen algunos llegando a un acuerdo para nombrar y asignándole una fracción de su propia lengua, sino que todos los hombres, tanto griegos como bárbaros, tienen la misma exactitud en sus nombres. Así que le pregunto si su nombre, Crátilo, responde a la realidad, y contesta que sí. «¿Y cuál es el de Sócrates?», pregunté, «Sócrates», me contestó. «¿Entonces todos los otros hombres tienen también el nombre que damos a ca¬da uno?» Y él dijo: «No, no. Tu nombre, al menos, no es Hermógenes ni aunque te llame así todo el mundo» (3). Y cuando yo le pregunto ardiendo en deseos de saber qué quiere decir, no me aclara nada y se muestra irónico con¬migo. Simula que él lo tiene bien claro en su mente, como quien conoce el asunto, y que si quisiera hablar claro ha¬ría que incluso yo lo admitiera y dijera lo mismo que él dice. Conque si fueras capaz de interpretar de algún mo¬do el oráculo de Crátilo, con gusto te escucharía. O aún mejor: me resultaría aún más agradable saber qué opinas tú mismo sobre la exactitud de los nombres -siempre que lo desees.
SÓCRATES - Hermógenes, hijo de Hipónico, dice un an-tiguo proverbio que es difícil saber cómo es lo bello. Y, desde luego, el conocimiento de los nombres no resulta insignificante. Claro, que si hubiera escuchado ya de la¬bios de Pródico (4) el curso de cincuenta dracmas que, se¬gún éste, es la base para la formación del oyente sobre el tema, no habría nada que impidiera que tú conocieras en este instante la verdad sobre la exactitud de los nom¬bres. Pero, hoy por hoy, no he escuchado más que el de una dracma (5). Por consiguiente ignoro cómo será la ver¬dad sobre tan serio asunto. Con todo, estoy dispuesto a investigarlo en común contigo y con Crátilo. En cuanto a su afirmación de que Hermógenes no es tu verdadero nombre, sospecho -es un decir- que está chanceándo¬se, pues tal vez piense que fracasas una y otra vez en tu deseo de poseer riquezas. Es difícil, como decía hace un instante, llegar al conocimiento de tales temas, pero no queda más remedio que ponerlos en el centro e indagar si es como tú dices o como dice Crátilo.
HERM. - Pues bien, Sócrates, yo, pese a haber dialogado a menudo con éste y con muchos otros, no soy ca¬paz de creerme que la exactitud de un nombre sea otra cosa que pacto y consenso (6). Creo yo, en efecto, que cual¬quiera que sea el nombre que se le pone a alguien, éste es el nombre exacto. Y que si, de nuevo, se le cambia por otro y ya no se llama aquél -como solemos cambiárselo a los esclavos-, no es menos exacto éste que le sustituye que el primero (7). Y es que no tiene cada uno su nombre por naturaleza alguna, sino por convención y hábito de quienes suelen poner nombres. Ahora que si es de cualquier otra forma,.estoy dispuesto a enterarme y escucharlo no sólo de labios de Crátilo, sino de cualquier otro.
SÓC. - Hermógenes, puede que, desde luego, digas algo importante. Conque considerémoslo: ¿aquello que se llama a cada cosa es, según tú, el nombre de cada cosa?
HERM. - Pienso que sí.
SÓC. - ¿Tanto si se lo llama un particular (8) como una ciudad?
HERM. - Sí.
SÓC. - ¿Cómo, pues? Si yo nombro a cualquier ser..., por ejemplo, si a lo que actualmente llamamos «hombre» lo denomino «caballo» y a lo que ahora llamamos «caballo» lo denomino «hombre», ¿su nombre será hombre en general y caballo en particular, e inversamente, hombre en particular y caballo en general? ¿Es esto lo que quie¬res decir?
HERM. - Pienso que sí.
SÓC. - Prosigamos, pues. Dime ahora esto: ¿hay algo a lo que llamas «hablar con verdad» y «hablar con falsedad» (9)?
HERM. - Desde luego que sí.
SÓC. - ¿Luego habría un discurso verdadero y otro falso?
HERM. - Desde luego.
SÓC. - ¿Acaso, pues, será verdadero el que designa a los seres como son, y falso el que los designa como no son?
HERM. - Sí.
SÓC. - ¿Entonces es posible designar mediante el dis-curso a lo que es y a lo que no es?
HERM. - Desde luego.
SÓC. - ¿Y el discurso verdadero es acaso verdadero en su totalidad y, en cambio, sus partes no son verda¬deras?
HERM. - No, también lo son sus partes.
SÓC. - ¿Acaso sus partes grandes son verdaderas y las pequeñas no? ¿O lo son todas?
HERM. - Todas, creo yo.
SÓC. - ¿Existe, pues, alguna parte del discurso á la que puedas llamar más pequeña que el nombre?
HERM. - No. Ésta es la más pequeña.
SÓC. - Bien. ¿Acaso el nombre del discurso verdadero recibe una calificación?
HERM. - Sí.
SÓC. -Verdadero, sin duda, como tú afirmas.
HERM. - Sí.
SÓC. -¿Y la parte del falso es una falsedad?
HERM. - Así lo afirmo.
SÓC. -¿Es posible, entonces, calificar al nombre de falso y verdadero, si .también lo hacemos con el discurso? (10).
HERM. - ¿Cómo no?
SÓC. -¿Acaso el nombre que cada uno atribuye a un objeto es el nombre de cada objeto?
HERM. - Sí.
SÓC. - ¿Entonces también cuantos se atribuyan a cada objeto, todos ellos serán sus nombres y en el momento en que se les atribuye?
HERM. - Yo desde luego, Sócrates, no conozco para el nombre otra exactitud que ésta: el que yo pueda dar a cada cosa un nombre, el que yo haya dispuesto, y que tú puedas darle otro, el que, a tu vez, dispongas. De esta forma veo que también en cada una de las ciudades hay nombres distintos para los mismos objetos: tanto para unos grie¬gos a diferencia de otros, como para los griegos a diferen¬cia de los bárbaros.
SÓC. - ¡Vaya! Veamos entonces, Hermógenes, si también te parece que sucede así con los seres: que su esencia es distinta para cada individuo como mantenía Protágoras (11) al decir que «el hombre es la medida de to¬das las cosas» (en el sentido, sin duda, de que tal como me parecen a mí las cosas, así son para mí, y tal como te parecen a ti, así son para ti), o si crees que los seres tie¬nen una cierta consistencia en su propia esencia.
HERM. - Ya en otra ocasión, Sócrates, me dejé arrastrar por la incertidumbre a lo que afirma Protágoras. Pero no me parece que sea así del todo.
SÓC. - ¿Y qué? ¿También te has dejado arrastrar a la creencia de que no existe en absoluto ningún hombre vil?
HERM. - ¡No, no, por Zeus! Más bien lo he experimentado muchas veces, hasta el punto de creer que hay algunos hombres completamente viles y en número elevado.
SÓC. - ¿Y qué? ¿Nunca te ha parecido que hay hombres completamente buenos?
HERM. - Sí, muy pocos.
SÓC. -¿Luego te ha parecido que los hay?
HERM. - Sí, sí.
SÓC. -¿Cómo, entonces; formulas esto? ¿Acaso que los completamente buenos son completamente sensatos y los completamente viles completamente insensatos?
HERM. - Tal me parece.
SÓC. -¿Entonces es posible que unos seamos sensatos y otros insensatos, si Protágoras dijo la verdad y la verdad es que, tal como a cada uno le parecen las cosas, así son?
HERM. - De ninguna manera.
SÓC. - Ésta es, al menos, tu firme creencia: que si existen la sensatez y la insensatez, no es en absoluto posible que Protágoras dijera la verdad. Pues, en realidad, uno no sería más sensato que otro si lo que a cada uno le parece es la verdad para cada uno.
HERM. - Eso es.
SÓC. -Pero tampoco, creo yo, piensas con Eutidemo (12) que todo es igual para todos al mismo tiempo y en todo momento. Pues en este caso tampoco serían unos buenos y otros viles, si la virtud y el vicio fueran igua¬les para todos y en todo momento.
HERM. - Es verdad lo que dices.
SÓC. - Por consiguiente, si ni todo es para todos igual al mismo tiempo y en todo momento, ni tampoco cada uno de los seres es distinto para cada individuo, es evidente que las cosas poseen un ser propio consistente. No tienen relación ni dependencia con nosotros ni se dejan arras¬trar arriba y abajo por obra de nuestra imaginación, sino que son en sí y con relación a su propio ser conforme a su naturaleza (13).
HERM. - Me parece, Sócrates, que es así.
SÓC. - ¿Acaso, entonces, los seres son así por naturaleza y las acciones, en cambio, no son de la misma forma? ¿O es que las acciones, también ellas, no constituyen una cierta especie dentro de los seres?
HERM. - ¡Claro que sí, también ellas!
SÓC. - Luego las acciones se realizan conforme a su propia naturaleza y no conforme a nuestra opinión. Por ejemplo: si intentamos cortar uno de los seres, ¿acaso habremos de cortar cada cosa tal como queramos y con el instrumento que queramos? ¿O si deseamos cortar cada cosa conforme a la naturaleza del cortar y ser cortado y con el instrumento que le es natural, cortaremos con éxi¬to y lo haremos rectamente, y, por el contrario, si lo ha¬cemos contra la naturaleza, fracasaremos y no consegui¬remos nada?
HERM. - Creo que de esta forma.
SÓC. - ¿Por ende, si también intentamos quemar algo, habrá que quemarlo no conforme a cualquier opinión, sino conforme a la correcta? ¿Y ésta es como cada cosa tiene que ser quemada y quemar y con el instrumento apropiado por naturaleza?
HERM. - Eso es.
SÓC. - ¿Y no será lo demás de esta forma?
HERM. - Desde luego.
SÓC. - Pues bien, ¿acaso el hablar no es también una entre las acciones?
HERM. - Sí.
SÓC. - Entonces, ¿acaso si uno habla como le parece que hay que hablar lo hará correctamente hablando así, o lo hará con más éxito si habla como es natural que las cosas hablen y sean habladas y con su instrumento natural, y, en caso contrario, fracasará y no conseguirá nada?
HERM. - Me parece tal como dices.
SÓC. - ¿Y el nombrar no es una parte del hablar? Pues sin duda la gente habla nombrando.
HERM. - Desde luego que sí.
SÓC. - ¿Luego también el nombrar es una acción, si, en verdad, el hablar era una acción en relación con las cosas?
HERM. - Sí.
SÓC. -¿Y nos resultaba evidente que las acciones no tenían relación con nosotros, sino que poseían una naturaleza suya propia?
HERM. -Así es.
SÓC. - ¿Luego también habrá que nombrar como es natural que las cosas nombren y sean nombradas y con su instrumento natural, y no como nosotros queramos, si es que va a haber algún acuerdo en lo antes dicho? ¿Y, en tal caso, tendremos éxito y nombraremos, y, en caso contrario, no?
HERM. - Claro.
SÓC. - Veamos, pues. ¿Lo que teníamos que cortar de-cíamos que había que cortarlo con algo?
HERM. - Sí.
SÓC. - ¿Y lo que había que tejer había que tejerlo con algo? ¿Y lo que había que taladrar, había que taladrarlo con algo?
HERM. - Desde luego.
SÓC. - ¿Y, entonces, lo que había que nombrar, había que nombrarlo con algo?
HERM. -Así es.
SÓC. - ¿Y qué sería aquello con lo que habría que taladrar?
HERM. - El taladro.
SÓC. -¿Y qué, aquello con lo que habría que tejer?
HERM. - La lanzadera.
SÓC. - ¿Y qué, aquello con lo que habría que nombrar?
HERM. - El nombre.
SÓC. - Dices bien. Luego también el nombre es un cierto instrumento.
HERM. - Desde luego.
SÓC.-Entonces, si yo preguntara «¿qué instrumento es la lanzadera?», ¿no es aquello con lo que tejemos?
HERM. - Sí.
SÓC. - Y cuando tejemos (14), ¿qué hacemos? ¿No separamos la trama de la urdimbre cuando se hallan entremezcladas?
HERM. - Sí.
SÓC. - ¿Acaso también sobre el taladro podrás decir lo mismo que sobre los demás objetos?
HERM. - Desde luego.
SÓC. -Ahora bien, ¿puedes decir lo mismo también sobre el nombre? ¿Qué hacemos cuando nombramos con el nombre en calidad de instrumento?
HERM. - No sé decirte.
SÓC. - ¿Acaso, en realidad, no nos enseñamos algo recíprocamente y distinguimos las cosas tal como son?
HERM. - Desde luego.
SÓC. - Entonces el nombre es un cierto instrumento para enseñar y distinguir la esencia, como la lanzadera lo es del tejido.
HERM. - Sí.
SÓC. - ¿La lanzadera es para tejer?
HERM. - ¿Cómo no?
SÓC. - Por consiguiente, un tejedor se servirá bien de la lanzadera -y «bien» quiere decir «conforme al oficio de tejer»-. Por su parte, un enseñante (15) se servirá bien (16) del nombre -y «bien» quiere decir «conforme al oficio de enseñar».
HERM. - Si.
SÓC. -¿De quién es la obra de la que se servirá bien el tejedor cuando se sirva de la lanzadera?
HERM. - Del carpintero.
SÓC. - ¿De cualquier carpintero, o del que conoce el oficio?
HERM. - Del que conoce el oficio.
SÓC. - ¿Y de quién es la obra de la que se servirá bien el taladrador cuando se sirva del taladro?
HERM. - Del herrero.
SÓC. - Ahora bien, ¿de cualquier herrero, o del que conoce el oficio?
HERM. - Del que conoce el oficio.
SÓC. - Bien. ¿Y de quién es la obra de la que se servirá el enseñante cuando se sirva del nombre?
HERM. - Tampoco sé decirte eso.
SÓC. - ¿Tampoco puedes decirme, al menos, quién nos proporciona los nombres de los que nos servimos?
HERM. - Ciertamente, no.
SÓC. - ¿No crees tú que quien nos los proporciona es el uso (17)?
HERM. -Así parece.
SÓC. - ¿Entonces el enseñante se servirá de la obra del legislador cuando se sirva del nombre?
HERM. - Creo que sí.
SÓC. -¿Y crees tú que cualquier hombre es legislador? ¿O el que conoce el oficio?
HERM. - El que conoce el oficio.
SÓC. - Por consiguiente, Hermógenes, no es cosa de cualquier hombre el imponer nombres, sino de un «nominador». Y éste es, según parece, el legislador, el cual, desde luego, es entre los hombres el más escaso de los artesanos.
HERM. - Tal parece.
SÓC. - Prosigamos, pues. Considera en qué se fija el legislador para imponer los nombres; y parte, en tu exa¬men, de lo que antes dijimos. ¿En qué se fija el carpinte¬ro para fabricar la lanzadera? ¿No será en lo que es tal como para tejer por naturaleza? (18).
HERM. - Desde luego.
SÓC. - ¿Y qué? Si se le rompe la lanzadera mientras la fabrica, ¿volverá a fabricar otra fijándose en la que es¬tá rota, o en aquella forma conforme a la cual ya fabrica¬ba la que rompió?
HERM. - En esta última, creo yo.
SÓC. - ¿Tendríamos entonces todo el derecho de llamarla «la lanzadera en sí»?
HERM. - Así lo creo yo.
SÓC. - Por consiguiente, cuando se precise fabricar una lanzadera para un manto fino o grueso, de lino o de lana, o de cualquier otra calidad, ¿han de tener todas la forma de lanzadera y hay que aplicar a cada instrumento (19) la forma natural que es mejor para cada objeto?
HERM. - Sí.
SÓC. - Y lo mismo, por supuesto, en lo que respecta a los demás instrumentos: hay que encontrar la forma de instrumento adecuada por naturaleza para cada cosa y aplicarla a la materia de la que se fabrica el instrumento; pero no como uno quiera, sino como es natural. Pues hay que saber aplicar al hierro, según parece, la forma de ta¬ladro naturalmente apropiada para cada objeto.
HERM. - Por supuesto.
SÓC. - Y a la madera la forma de lanzadera naturalmente apropiada para cada objeto.
HERM. - Eso es.
SÓC. - Y es que, según parece, a cada forma de tejido le corresponde por naturaleza una lanzadera, etc.
HERM. - Sí.
SÓC. - ¿Entonces, excelente amigo, también nuestro legislador tiene que saber aplicar a los sonidos y a las sílabas el nombre naturalmente adecuado para cada objeto? ¿Tiene que fijarse en lo que es el nombre en sí para formar e imponer todos los nombres, si es que quiere ser un legítimo impositor de nombres? Y si cada legislador no opera sobre las mismas sílabas, no hay que ignorar esto: tampoco todos los herreros operan sobre el mismo hierro cuando fabrican el mismo instrumento con el mismo fin (20); sin embargo, mientras apliquen la misma forma, aunque sea en otro hierro, el instrumento será correcto por más que se haga aquí o en tierra bárbara. ¿No es así?
HERM. - Desde luego.
SÓC. - ¿Pensarás, entonces, que tanto el legislador de aquí como el de los bárbaros, mientras apliquen la forma del nombre que conviene a cada uno en cualquier tipo de sílabas..., pensarás que el legislador de aquí no es peor que el de cualquier otro sitio?
HERM. - Desde luego.
SÓC. - Pues bien, ¿quién es el que va a juzgar si se en-cuentra en cualquier clase de madera la forma adecuada de lanzadera: el fabricante, el carpintero o el que la va a utilizar, el tejedor?
HERM. - Es más razonable, Sócrates, que sea el que la va a utilizar.
SÓC. -¿Y quién es el que va a utilizar la obra del fa-bricante de liras?, ¿no es acaso el que tiene la habilidad de dirigir mejor al operario y juzgar si, una vez fabricada, está bien fabricada o no?
HERM. - Desde luego.
SÓC. - ¿Y quién es?
HERM. - El citarista.
SÓC. - ¿Y quién con el constructor de navíos?
HERM. - El piloto.
SÓC. - ¿Y quién podría dirigir mejor la obra del legis¬lador y juzgarla, una vez realizada, tanto aquí como en¬tre los bárbaros? ¿No será el que la va a utilizar?
HERM. - Sí.
SÓC. -¿Y no es éste el que sabe preguntar?
HERM. - Desde luego.
SÓC. -¿Y también responder?
HERM. - Sí.
SÓC. - ¿Y al que sabe preguntar y responder lo llamas tú otra cosa que dialéctico?
HERM. - No, eso mismo.
SÓC. - Por consiguiente, la obra del carpintero es cons-truir un timón bajo la dirección del piloto, si es que ha de ser bueno el timón.
HERM. - ¡Claro!
SÓC. - Y la del legislador, según parece, construir el nombre bajo la dirección del dialéctico, si es que los nom-bres han de estar bien puestos.
HERM. - Eso es.
SÓC. - Puede entonces, Hermógenes, que no sea banal, como tú crees, la imposición de nombres, ni obra de hombres vulgares o de cualesquiera hombres. Conque Crátilo tiene razón cuando afirma que las cosas tienen el nombre por naturaleza y que el artesano de los nombres no es cualquiera, sino sólo aquel que se fija en el nombre que cada cosa tiene por naturaleza y es capaz de aplicar su forma tanto a las letras como a las sílabas.
HERM. - No sé, Sócrates, cómo habré de oponerme a lo que dices. Con todo, quizá no sea fácil dejarse convencer tan de repente. Creo que me convencerías mejor, si me mostraras cuál es la exactitud natural del nombre que tú sostienes.
SÓC. - Yo, por mi parte, mi feliz Hermógenes, no sos-tengo ninguna. Sin duda has olvidado lo que te dije poco antes, que no sabía pero lo indagaría contigo. Y ahora de nuestra indagación, la tuya y la mía, resulta ya claro, con¬tra nuestra primera idea, por lo menos esto: que el nom¬bre tiene por naturaleza una cierta exactitud y que no es obra de cualquier hombre el saber imponerlo bien a cual¬quier cosa. ¿No es así?
HERM. - Desde luego.
SÓC. - Entonces hay que investigar lo que sigue a es¬to -si es que en verdad tienes ansias de saberlo-: qué clase de exactitud será la suya.
HERM. - ¡Pues claro que ardo en deseos de saberlo!
SÓC. - Investígalo, entonces.
HERM. - ¿Y cómo hay que investigarlo?
SÓC. - La más rigurosa investigación, amigo mío, se hace en compañía de los que saben, pagándoles dinero y dándoles las gracias. Y éstos son los sofistas, a quienes también tu hermano Calias (21) ha pagado mucho dinero y tiene fama de sabio. Como tú no dispones de los bienes paternos, has de instar a tu hermano y rogarle que te en¬señe a ti la exactitud que, sobre tal asunto, él ha aprendído de Protágorás.
HERM. - Extraña sería, ciertamente, Sócrates, esta súplica, si rechazo por completo La Verdad de Protágoras (22) y estimo como si valieran algo las afirmaciones de tal verdad.
SÓC. - Pues si tampoco esto te satisface, habrá que aprenderlo de Homero y los demás poetas.
HERM. - ¿Y qué dice Homero sobre los nombres, Sócrates, y dónde?
SÓC. - En muchos pasajes. Los más grandiosos y bellos son aquellos en los que distingue los nombres que dan a los mismos objetos los hombres y los dioses. ¿Es que no crees que dice algo magnífico y maravilloso en estos pasajes sobre la exactitud de los nombres? Pues desde lue¬go es evidente que los dioses, al menos, aplican con exactitud los nombres que son por naturaleza. ¿O no lo crees tú así?
HERM. - Bien sé yo que si les dan un nombre, éste es exacto. ¿Pero a cuáles te refieres?
SÓC. - ¿No sabes que sobre el río de Troya, el que sos-tuvo combate singular con Hefesto, dice Homero:
al que los dioses llaman Janto y los hambres Escamandro? (23).
HERM. - Sí, Sí.
SÓC. - ¿Pues qué? ¿No consideras cosa seria el conocer por qué motivo es más exacto llamar Xánthos a este río que Skámandros? Y, si quieres, sobre el ave de la que dice:
los dioses la llaman «chalkís» y los hombres «kymindis» (24), ¿consideras banal el saber cuánto más exacto es dar a es¬ta ave el nombre de chalkis que el de kymindis? ¿O el de Batíea y Myríne 25, y tantos otros de éste y otros poetas?
Puede que éstos sean demasiado grandiosos para que los descubramos con nuestras solas fuerzas; pero más propio de hombres, según creo, y más fácil es distinguir, sobre los nombres que atribuye al hijo de Héctor -Skamándrios y Astyánax (26)-, qué clase de exactitud dice que tienen. Pues conoces, sin duda, los pasajes en que apa¬recen estos versos a los que me refiero.
HERM. - Desde luego.
SÓC. -¿Cuál de los dos nombres -Astyánax o Skamándrios- crees tú que considera Homero más exacto para el niño?
HERM. - No sé decirte.
SÓC. - Considéralo entonces de esta manera: si alguien te preguntara «¿quién crees tú que aplica los nombres con más exactitud, los más sensatos o los más insensatos?...»
HERM. - ¡Evidentemente replicaría que los más sensatos!
SÓC. - Ahora bien, ¿quiénes crees que son más sensatos en una ciudad, las mujeres o los hombres, para referirnos en general al sexo?
HERM. - Los hombres.
SÓC. - ¿Y no sabes que Homero dice que eran los troyanos quienes llamaban Astyánax al hijo de Héctor, mientras que, evidentemente, las mujeres lo llamaban Skaniándrios -puesto que los hombres le daban el nombre de Astyánax (27)?
HERM. -Así parece.
SÓC. - ¿Acaso también Homero consideraba a los troyanos más sensatos que a sus mujeres?
HERM. - Pienso yo que sí.
SÓC. -¿Estimaba entonces que Astyánax era para el niño un nombre más exacto que Skanzándrios?
HERM. - ¡Claro!
SÓC. - Examinemos entonces por qué. ¿Es que no explica estupendamente el por qué? Dice, en efecto:
sólo él les defendía la ciudad y los largos niuros (28).
Por ello, pues, es exacto, según parece, llamar al hijo del salvador «soberano de la ciudad» (Astyánax) que su padre mantenía a salvo, según afirma Homero.
HERM. -Me parece evidente.
SÓC. - ¿Y por qué así? Pues yo mismo no lo entiendo del todo, Hermógenes. ¿Lo entiendes tú?
HERM. - ¡No, por Zeus! ¡Yo, no!
SÓC. - ¿Pero acaso, buen amigo, fue Homero quien impuso a Héctor su nombre?
HERM. - ¿Y qué?
SÓC. - Para mí que también éste tiene una cierta se-mejanza con Astyánax y que estos nombres parecen griegos. Pues Anax y Héctor (29) significan casi lo mismo, uno y otro son nombres de rey: en efecto, si uno es «señor» (ánax) de algo, también es, sin duda, su «dueño» (héktor). Es evidente que lo domina, lo posee y lo «tiene» (échei). ¿O crees que digo naderías y que me engaño al pensar que estoy palpando la huella, por así decirlo, de la opinión de Homero sobre la exactitud de los nombres?
HERM. - ¡No, por Zeus! No me parece que te pase eso, sino que tal vez estés alcanzando algo.
SÓC. - Al menos es justo, según se me pinta, llamar león al fruto del león y caballo al fruto del caballo (30). De ningún modo me refiero a si de un caballo nace, como monstruo, un ser distinto de un caballo. Me estoy refiriendo a aquello que es fruto de la generación natural. Si un caballo engendra contra natura un ternero, que es, por na¬turaleza, fruto de un toro, no hay que llamarlo potro, si¬no ternero. Tampoco, pienso yo, si de un hombre nace lo que no es fruto de hombre, hay que llamar hombre a este fruto. Y lo mismo sucede con los árboles y con todo lo de¬más. ¿O no eres de mi opinión?
HERM. - Soy de tu opinión.
SÓC. - Dices bien. Vigílame, pues, no vaya a inducirte a error de alguna forma. Y es que, por la misma cuenta, si de un rey nace un retoño, hay que llamarlo rey. Nada importa que sean unas u otras las letras que expresan el mismo significado; ni tampoco que se añada o suprima una letra con tal que siga siendo dominante la esencia de la cosa que se manifiesta en el nombre. (31)
HERM. - ¿Qué quieres decir con esto?
SÓC. -Nada complicado. Tú sabes que a los elementos (32) les damos nombre sin que pronunciemos los elementos mismos, excepto en el caso de cuatro: la e, la u, la o y la o (33). En cambio, a los demás, ya sean vocales o consonantes34, sabes que les añadimos otras letras pa¬ra pronunciarlos convirtiéndolos en nombres. Pero, con tal que le impongamos manifiestamente la potencia suya, será correcto darle el nombre que nos lo va a designar. Por ejemplo, la beta: ya ves que, pese a añadir e, t y a, na¬da impide manifestar con el nombre completo la naturaleza de aquel elemento tal como lo quería el legislador. ¡Así de sabio fue para imponer bien los nombres a las letras!
HERM. - Creo que tienes razón.
SÓC. -¿Entonces nos haremos la misma cuenta también en el caso del rey? En efecto, de un rey procederá un rey, de un bueno uno bueno, de un bello uno bello e, igualmente, en todos los demás casos: de cada raza nace¬rá un producto semejante, siempre que no surja un monstruo. Y habrá que darles los mismos nombres. Podemos engalanarlos con las sílabas hasta el punto de que a un profano pueda parecerle que los mismos seres son distintos entre sí. Lo mismo que a nosotros nos parecen distintos, siendo los mismos, los fármacos de los médicos cuan¬do están variados con colores y olores -mientras que al médico, en tanto que observa la virtud de los fármacos, le parecen los mismos y no se deja impresionar por los elementos añadidos-, de la misma forma, quizás, también el experto en nombres observa su virtud y no se deja impresionar si se añade una letra, se transmuta o se suprime, o bien si la virtud del nombre reside en otras letras completamente diferentes. Lo mismo que -como decíamos hace un momento- Astyánax y Héktor no tienen ninguna letra en común, salvo la t, y, sin embargo, significan lo mismo.
Aún más: ¿qué letra tiene en común con éstos archépolis? Y, sin embargo, significa lo mismo. Hay otros muchos nombres que no significan otra cosa que «rey» y otros, a su vez, que significan «general», como, por ejemplo, Agis, Polémarchos y Eupólemos (35). Y otros, en rela¬ción con la medicina: latroklés y Akesímbrotos (36).
Conque puede que halláramos otros muchos nombres que difieren en sílabas y letras, pero dicen lo mismo en lo que toca a su virtud. ¿Te parece así o no?
HERM. - Desde luego que sí.
SÓC. - Pues bien, a los seres que nacen conforme a na-turaleza habrá que darles los mismos nombres.
HERM. - Desde luego.

(***)

Es evidente que el legislador redujo también las demás nociones a letras y sílabas, creando un signo y un nombre para cada uno de los seres, y, a partir de aquí, compuso el resto mediante la imitación con estos mismos elementos.
Ésta es, Hermógenes, mi opinión sobre la exactitud de los nombres, a menos que aquí, Crátilo, tenga otra cosa que decir.
HERM. - ¡Claro que sí, Sócrates! Muchas veces Crátilo me pone en aprietos, como decía antes, afirmando que hay una exactitud de los nombres, pero sin decir clara¬mente de qué clase. De esta forma no puedo saber si, ca¬da vez que habla sobre el tema, lo hace tan poco claro vo¬luntaria o involuntariamente. Conque ahora, Crátilo, con¬fiesa delante de Sócrates si te satisface la forma en que éste habla sobre los nombres o si tienes tú algo mejor que decir. Y si lo tienes, expónlo para que aprendas de Sócra¬tes, o bien nos instruyas a los dos (158).
CRÁT. - ¿Cómo, Hermógenes? ¿Te imaginas que es fácil aprender o enseñar tan rápidamente cualquier cosa y menos aún ésta que parece de las más importantes?
HERM. - ¡No, por_Zeus, desde luego que no! Pero creo que está bien lo que dice Hesíodo, que si uno va depositando un poco sobre otro poco, ello resulta beneficioso (159). Conque si eres capaz de aportar algo más, por poco que sea, no cejes y haznos un favor a Sócrates aquí presente y a mí -pues debes.
SÓC. - Por supuesto, Crátilo, que ni yo mismo podría garantizar nada de lo que he expuesto. Lo he analizado tal como se me iba ocurriendo con el concurso de Hermógenes; de forma que, en gracia a esto, anímate a hablar, si tienes algo mejor, en la idea de que yo lo aceptaré. Y, en verdad, no me extrañaría que pudieras decir algo me¬jor que esto, pues tengo la impresión de que lo has estu¬diado personalmente y que has aprendido de otros. Por consiguiente, si dices algo mejor, ya puedes inscribirme también a mí como uno de tus discípulos sobre la exacti¬tud de los nombres.
CRÁT. - ¡Claro que sí, Sócrates! Como tú dices, me he ocupado de estos temas y, quizás, podría tomarte como alumno. Con todo, temo no vaya a resultar al revés, pues se me ha ocurrido citarte las palabras que Aquiles dirige a Áyax en Las Plegarias. Dice así:
Áyax Telamonio del linaje de Zeus, caudillo de pueblos, paréceme que has dicho todo conforme a mi ánimo (160).
También tú, Sócrates, parece que has recitado tu oráculo en conformidad con mi pensamiento, ya sea que te hayas inspirado en Eutifrón o que te posea desde hace tiempo alguna otra Musa sin que tú lo adviertas.
SÓC. - ¡Mi buen amigo Crátilo! Incluso yo mismo estoy asombrado, hace tiempo, de mi propia sabiduría y des¬confío de ella. Por ende, creo que hay que volver a analizar mis palabras, pues lo más odioso es dejarse engañar por uno mismo. Y cuando el que quiere engañarte no se aleja ni un poquito, sino que está siempre contigo, ¿cómo no va a ser temible? Hay que volver la atención una y otra vez, según parece, a lo antes dicho e intentar lo del poeta: mirar «a un tiempo hacia adelante y hacia atrás» (161). Vea¬mos, pues, ahora mismo lo que hemos dejado definido. La exactitud del nombre es -decimos- aquella que nos ma¬nifieste cuál es la cosa. ¿Diremos que esta definición es suficiente?
CRÁT. - A mí, Sócrates, me parece que por completo.
SÓC. -¿Y los nombres se dicen con vistas a la instrucción?
CRÁT. - Exactamente.
SÓC. -¿Diremos, entonces, que ésta es un arte y que hay artesanos de ella?
CRÁT. - Exactamente.
SÓC. - ¿Quiénes?
CRÁT. - Los que tú decías al principio, los legisladores.
SÓC. - Pues bien, ¿diremos, por caso, que también este arte se desarrolla entre los hombres como las demás, o no? Quiero decir lo siguiente: ¿entre los pintores, unos son peores y otros mejores?
CRÁT. - Desde luego.
SÓC. - ¿Entonces los mejores hacen mejor sus obras -las pinturas- y los otros, peor? ¿Y lo mismo los arquitectos, unos hacen las casas más bellas y otros más feas?
CRÁT. - Sí.
SÓC. - ¿Acaso, entonces, también los legisladores ha¬cen sus propias obras unos más bellas y otros más feas?
CRÁT. - Opino que esto ya no.
SÓC. - ¿Es que no te parece que, entre las leyes, unas son mejores y otras peores?
CRÁT. -De ninguna manera.
SÓC. -¿Entonces todos los nombres están correctamente puestos?
CRÁT. - Sí, al menos todos los que son nombres.
SÓC. -¿Y, sobre lo que se hablaba hace un momento? ¿Diremos que aquí Hermógenes ni siquiera posee es¬te nombre, habida cuenta de que nada tiene que ver con la progenie de Hermes? ¿O que sí lo tiene, pero no de for¬ma correcta en absoluto?
CRÁT. - Yo opino, Sócrates, que ni siquiera lo tiene, sólo lo parece, y que éste es el nombre de otro, de aquel a quien corresponda también tal naturaleza.
SÓC. - ¿Acaso tampoco se habla falsamente cuando se afirma que él es Hermógenes? Pues temo que no sea posi¬ble ni siquiera afirmar que éste es Hermógenes, si no lo es. CRÁT. - ¿A qué te refieres?
SÓC. - ¿Es que tu afirmación significa que no es posible, en absoluto, hablar falsamente (162)? Son muchos los que lo sostienen, amigo Crátilo, tanto ahora como en el pasado.
CRÁT. - ¿Pues cómo es posible, Sócrates, que si uno dice lo que dice no diga lo que es? ¿O hablar falsamente no es acaso decir lo que no es?
SÓC. - Tu razonamiento es un tanto sutil para mí y pa¬ra mi edad, amigo. Sin embargo, dime sólo esto: ¿piensas que no es posible hablar falsamente, pero sí afirmar cosas falsas?
CRÁT. - Creo que ni siquiera afirmar cosas falsas.
SÓC. - ¿Ni tampoco enunciar o saludar (163)? Por ejemplo, si alguien se encuentra contigo en el extranjero, te toma de la mano y dice: «Salud, forastero ateniense, Her¬mógenes hijo de Esmicrión», ¿lo diría este hombre o lo afirmaría o lo enunciaría o te saludaría así no a ti sino a Hermógenes? ¿O a ninguno de los dos?
CRÁT. - Según mi opinión, Sócrates, este hombre pronunciaría en vano esas palabras.
SÓC. - Bien, habrá que contentarse con esto: ¿acaso el que pronuncia esto lo pronuncia con verdad o con falsedad? ¿O parte de ello con verdad y otra con falsedad? Esto sería suficiente.
CRÁT. -Yo afirmaría que tal individuo emite un ruido y se mueve inútilmente, como si alguien agitara y golpeara una vasija de bronce.
SÓC. - Veamos, pues, Crátilo, si llegamos a algún tipo de acuerdo. ¿No dirías tú que el nombre es una cosa y otra distinta aquello de que es nombre?
CRÁT. - Sí.
SÓC. - ¿Luego convienes conmigo en que el nombre es una imitación de la cosa?
CRÁT. - Más que nada.
SÓC.-¿Entonces también admites que las pinturas son, de una forma distinta, imitaciones de ciertos objetos?
CRÁT. - Sí.
SÓC. -Veamos, pues (quizá no alcanzo a ver qué es exactamente lo que dices y podrías llevar razón): ¿es po¬sible atribuir y asignar ambas clases de imitaciones -tanto las pinturas como los nombres aludidos- a las cosas de las que son imitaciones? ¿O no?
CRÁT. - Es posible.
SÓC. -Antes que nada, examina esto otro: ¿podría atribuirse a un hombre la imagen de un hombre y a una mujer la de una mujer e, igualmente, en los demás casos?
CRÁT. - Desde luego.
SÓC. -¿Y lo contrario: el de un hombre a una mujer y el de una mujer a un hombre?
CRÁT. -También esto es posible.
SÓC. - ¿Acaso son correctas ambas atribuciones? ¿O una de ellas?
CRÁT. - Unas de ellas.
SÓC. - Supongo que la que atribuye a cada uno la que le es propia y semejante.
CRÁT. -También yo lo supongo.
SÓC. - Entonces, para que no entablemos un combate verbal tú y yo que somos amigos, acéptame lo que te digo: esta atribución, amigo mío, es la que yo llamo correcta en ambas imitaciones -la pintura y los nombres-, y en el caso de los nombres, además de correcta, verdadera. En cambio, a la otra, la atribución y asignación de lo desigual, la califico como incorrecta y falsa cuando se trata de nombres.
CRÁT. - ¡Cuidado, Sócrates, no vaya a ser que esto suceda con las pinturas -la atribución incorrecta-, pero no con los nombres, sino que la correcta sea siempre inevitable!
SÓC. -¿Qué quieres decir? ¿En qué se distingue ésta de aquélla? ¿Acaso no es posible acercarse a un hombre cualquiera y decirle: «éste es tu dibujo», y enseñarle, si acaso, su retrato o, si se tercia, el de una mujer? Y con «mostrarle» quiero decir «someter a la percepción de sus ojos».
CRÁT. - Desde luego.
SÓC. -¿Y qué si nos acercamos de nuevo a este mismo hombre y le decimos: «éste es tu nombre»? -pues, sin duda, también el nombre es una imitación como la pintura. Me refiero, pues, a lo siguiente: ¿no sería acaso posible decirle: «éste es tu nombre», y después, someter a la percepción de su oído, si acaso, la imitación de aquél, diciendo que es un hombre, o si se tercia, la de una mujer de la raza humana diciendo que es una mujer?
¿No piensas que ello es posible y que sucede a veces?
CRÁT. - Estoy dispuesto, Sócrates, a aceptarlo. Sea así.
SÓC. - Y haces bien, amigo mío, si ello es así. Ya no hay que discutir en absoluto sobre esto. Por consiguiente, si hay tal atribución también en este punto, a una de ellas nos proponemos llamarla «decir verdad».y a la otra «decir falsedad». Mas si ello es así, si es posible atribuir incorrectamente los nombres y no asignar a cada cosa lo que le corresponde, sino a veces lo que no le corresponde, sería posible lo mismo con los verbos (164). Y si es po¬sible disponer así nombres y verbos; a la fuerza también las oraciones -pues las oraciones son, según pienso, la combinación de éstos-. ¿Cómo lo explicas tú, Crátilo?
CRÁT. - Así. Creo que dices bien.
SÓC. - Luego si, a su vez, comparamos los nombres primarios con un grabado, será posible (165) -lo mismo que en las pinturas- reproducir todos los colores y formas correspondientes; o bien no reproducirlos todos, si¬no omitir algunos y añadir otros tanto en mayor número como magnitud. ¿No es ello posible?
CRÁT. - Lo es.
SÓC. - ¿Por ende, el que reproduzca todos producirá hermosos grabados y retratos y, en cambio, el que añada o suprima, producirá también grabados y retratos, pero malos?
CRÁT. - Sí.
SÓC. - ¿Y el que imita la esencia de las cosas mediante sílabas y letras? ¿Es que por la misma razón no obten¬drá un bello retrato, esto es, un nombre, si reproduce todo lo que corresponde, y, en cambio, obtendrá un retra¬to, pero no bello, si omite pequeños detalles o añade otros ocasionalmente? ¿De tal forma que unos nombres estarán bien elaborados y otros mal?
CRÁT. - Quizás.
SÓC. -¿Quizás, entonces, uno será un buen artesano de nombres y otro malo?
CRÁT. - Sí.
SÓC. - Y éste tiene el nombre de « legisladora.
CRÁT. - Sí.
SÓC. - Luego, quizás, ¡por Zeus!, lo mismo que en las otras artes, un legislador será bueno y otro malo si es que en lo anterior hemos llegado a un acuerdo.
CRÁT. - Eso es. Pero observarás, Sócrates, que cuan¬do asignamos a los nombres estas letras (la a, la b y cada uno de los elementos) mediante el arte gramatical, si omitimos, añadimos o alteramos alguno, ya no tendremos escrito el nombre -no digo que no sea correcto-, sino que ni siquiera está escrito en absoluto, antes bien, se convierte, al punto, en otro nombre si le acontece algo de esto.
SÓC. - ¡Cuidado, Crátilo, no vayamos a analizarlo mal, si lo hacemos de esta forma!
CRÁT. - ¿Cómo, entonces?
SÓC. - Puede que esto que tu dices suceda con aquellos nombres cuya existencia depende forzosamente de un número. Por ejemplo, el mismo diez -o cualquier otro número que prefieras-. Si le quitas o añades algo, al punto se convierte en otro. Pero puede que no sea ésta la exacti¬tud en lo que toca a la cualidad o, en general, a la imagen. Antes al contrario, puede que no haya que reproducir ab-solutamente todo lo imitado, tal cual es, si queremos que sea una imagen. Mira si tiene algún sentido lo que digo: ¿es que habría dos objetos tales como Crátilo y la imagen de Crátilo, si un dios reprodujera como un pintor no sólo tu color y forma, sino que formara todas las entrañas tal como son las tuyas, y reprodujera tu blandura y color y les infundiera movimiento, alma y pensamiento como los que tú tienes? En una palabra, si pusiera a tu lado un du¬plicado exacto de todo lo que tú tienes, ¿habría entonces un Crátilo y una imagen de Crátilo o dos Crátilos?
CRÁT. - Paréceme, Sócrates, que serían dos Crátilos.
SÓC. - ¿No ves, entonces, amigo mío, que hay que buscar en la imagen una exactitud distinta de las que señalá¬bamos ahora mismo?, ¿que no hay que admitir a la fuerza que si le falta o le sobra algo ya no es una imagen? ¿No te percatas de lo mucho que les falta a las imágenes para tener lo mismo que aquello de lo que son imágenes?
CRÁT. -Sí, Sí.
SÓC. - Sería ridículo, Crátilo, lo que experimentarían por culpa de los nombres aquellas cosas de las que los nombres son nombres, si todo fuera igual a ellos en todos los casos. Pues todo sería doble y nadie sería capaz de distinguir cuál es la cosa y cuál el nombre.
CRÁT. - Dices verdad.
SÓC. - Pues bien, noble amigo, ten valor y concede que un nombre está bien puesto y otro no. No le obligues a que tenga todas las letras para que se convierta, sin más, en aquello de lo que es nombre. Permite que se añada una letra que no le corresponde; y si una letra, también un nombre dentro de la frase; y si un nombre, admite tam¬bién que se aplique dentro del discurso una frase que no corresponda a la realidad. Admite que, no por ello, deja de nombrarse o decirse la cosa, con tal que subsista el bosquejo de la cosa sobre la que versa la frase, lo mismo que lo había en los nombres de los elementos, si recuerdas lo que decíamos, hace poco, Hermógenes y yo (166).
CRÁT. - Lo recuerdo.
SÓC. - Excelente, en verdad. Y es que, mientras sub¬sista este bosquejo, aunque no posea todos los rasgos per¬tinentes, quedará enunciada la cosa; bien, cuando tenga todos, y mal, cuando pocos.
Admitamos, pues, feliz amigo, que se enuncia, a fin de que no incurramos en falta como los de Egina cuando cir-culan de noche y son multados por viajar tarde (167). Que no parezca que también nosotros llegamos, en realidad, a las cosas más tarde de lo conveniente. O si no, búscale al nombre otra clase de exactitud y no convengas en que el nombre es una manifestación de la cosa mediante síla¬bas y letras. Pues si mantienes estas dos afirmaciones, no serás capaz de ponerte de acuerdo contigo mismo (168).
CRÁT. - Bueno, Sócrates, me parece que hablas con mesura. Tal es mi disposición.
SÓC. - Bien, puesto que en esto somos de la misma opinión, analicemos a continuación esto otro: ¿sostenemos que, si el nombre va a estar bien puesto, ha de tener las letras correspondientes?
CRÁT. - Sí.
SÓC.-¿Y le corresponden las que son semejantes a las cosas?
CRÁT. - Desde luego.
SÓC. - Por consiguiente, los que están bien puestos lo están así. Mas si alguno no está bien puesto, su mayor parte constaría, quizás, de letras correspondientes y semejantes -dado que va a ser una imagen-, pero tendría una parte no correspondiente por la cual el nombre no sería correcto ni estaría bien acabado. ¿Es así como lo formulamos, o de otra forma?
CRÁT. - Pienso que no debemos seguir peleando hasta el final, Sócrates, por más que no me complazca sostener que un nombre existe y, sin embargo, no está bien puesto.
SÓC. - ¿Te complace, acaso, esto otro: que el nombre a es una manifestación de la cosa?
CRÁT. - Sí.
SÓC. - ¿En cambio, no te parece bien afirmar que unos nombres son compuestos a partir de los primarios y que otros son primarios?
CRÁT. - Claro que sí.
SÓC. - Pues si los primarios han de ser manifestacio¬nes de algo, ¿encuentras tú una forma mejor de que sean manifestaciones que el hacerlos lo más parecidos posible a aquello que tienen que manifestar? ¿O te satisface más esta otra fórmula que sostienen Hermógenes y muchos otros: que los nombres son objeto de convención y que ma-nifiestan las cosas a quienes los han pactado y los cono¬cen; que esto es la exactitud del nombre, convención, y que nada importa si se acuerda establecerlos como aho¬ra están o, por el contrario, llamar «grande» a lo que ahora se llama «pequeño» (169)? ¿Cuál de las dos fórmulas te satisface?
CRÁT. - Es total y absolutamente mejor, Sócrates, re-presentar mediante semejanza y no al azar aquello que se representa.
SÓC. -Dices bien. ¿No será entonces inevitable -si es que el nombre va a ser semejante a la cosa- que sean semejantes a las cosas los elementos de los que se componen los nombres primarios? Me refiero a lo siguiente: ¿acaso la pintura, a la que aludíamos hace un instante, se habría compuesto semejante a la realidad, si los pigmentos con los que se componen las pinturas no fueran semejantes por naturaleza a aquello que imita el grabado? ¿No es imposible?
CRÁT. - Imposible.
SÓC. - ¿Por consiguiente tampoco los nombres serían semejantes a nada, si aquello de lo que se componen no tuviera, en principio, una cierta semejanza con aquello de lo que los nombres son imitación? ¿Y no son los elementos aquello con lo que hay que componerlos?
CRÁT. - Sí.
SÓC. -- Entonces, tú compartes en este momento lo que decía Hermógenes antes. Veamos, ¿te parece bien que digamos que la r se asemeja a la marcha, al movimiento y a la rigidez (170), o no?
CRÁT. -Me parece bien.
SÓC. -¿Y la 1 a lo liso, blando y a lo que antes decíamos?
CRÁT. - Sí.
SÓC. - ¿Y sabes que para la misma noción nosotros decimos sklērótēs (rigidez) y los de Eretria sklērotēr? (171).
CRÁT. - Desde luego.
SÓC. - ¿Será entonces que la r y la s se asemejan a lo mismo y la palabra significa para aquéllos, terminando en r, lo mismo que para nosotros terminando en s? ¿O no significa nada para algunos de nosotros?
CRÁT. - ¡Claro que lo significa, para unos y para otros!
SÓC. - ¿En tanto que r y s son semejantes, o en tanto que no lo son?
CRÁT. - En tanto que semejantes.
SÓC. - ¿Y acaso son semejantes en todos los casos?
CRÁT. -Quizá sí, al menos para significar el movimiento.
SÓC. - ¿Y también la l que hay en medio? ¿No significa lo contrario de la rigidez?
CRÁT. - Quizá no está bien ahí, Sócrates. Como lo que explicabas a Hermógenes hace un instante suprimiendo e introduciendo las letras que era menester. ¡Y bien que me parecía! Conque ahora es posible que haya que pro¬nunciar r en vez de (172).
SÓC. - Dices bien. ¿Mas qué? Tal como hablamos aho¬ra no nos entendemos mutuamente, si uno dice sklerón, y no sabes lo que yo quiero decir ahora?
CRÁT. - Sí, queridísimo amigo, pero por la costumbre.
SÓC. -¿Y cuando dices «costumbre», crees que dices algo distinto de «convención»? ¿O entiendes por costum¬bre algo distinto que el que cuando yo digo esto pienso en aquello (173) y tú comprendes que yo lo pienso? ¿No en¬tiendes esto?
CRÁT. - Sí.
SÓC. - ¿Luego si me comprendes cuando hablo, te ma-nifiesto algo?
CRÁT. - Sí.
SÓC. - Y, sin embargo, hablo con elementos distintos de aquello que pienso, si es que la 1 no es, según tú mismo afirmas, semejante a la rigidez. Y si esto es así, ¿no será que lo has pactado contigo mismo, y para ti la exactitud del nombre es convención, dado que tanto las letras se¬mejantes como las desemejantes tienen significado, con tal que las sancionen costumbre y convención? Pero, aun en el caso duque la costumbre no fuera exactamente con¬vención, ya no sería correcto decir que el medio de mani¬festar es la semejanza, sino más bien la costumbre. Pues ésta, según parece, manifiesta tanto por medio de lo se¬mejante como de lo desemejante. Y como quiera que coin¬cidimos en esto, Crátilo (pues interpreto tu silencio como concesión), resulta, sin duda, inevitable que tanto con¬vención como costumbre colaboren a manifestar lo que pensamos cuando hablamos. Porque, mi nobilísimo ami¬go, refirámonos al número (174) si quieres: ¿cómo piensas que podrías aplicar a cada número nombres semejantes, si no permites que tu consenso y convención tengan so¬beranía sobre la exactitud de los nombres? ¡Claro que yo, personalmente, prefiero que los nombres tengan la ma¬yor semejanza posible con las cosas! Pero temo que, en realidad, como decía Hermógenes (175), resulte «forzado» arrastrar la semejanza y sea inevitable servirse de la con¬vención, por grosera que ésta sea, para la exactitud de los nombres. Y es que, quizá, se hablaría lo más bellamente posible cuando se hablara con nombres semejantes en su totalidad o en su mayoría -esto, es, con nombres apropiados-, y lo más feamente en caso contrario. Pero dime a continuación todavía una cosa: ¿cuál es, para nos¬otros, la función que tienen los nombres y cuál decimos que es su hermoso resultado?
CRÁT. - Creo que enseñar, Sócrates. Y esto es muy sim-ple: el que conoce los nombres, conoce también las cosas.
SÓC. - Quizá, Crátilo, sea esto lo que quieres decir: que, cuando alguien conoce qué es el nombre (y éste es exactamente como la cosa), conocerá también la cosa, puesto que es semejante al nombre. Y que, por ende, el arte de las cosas semejantes entre sí es una y la misma. Conforme a esto, quieres decir, según imagino, que el que conoce los nombres conocerá también las cosas.
CRÁT, - Muy cierto es lo que dices.
SÓC. - ¡Un momento! Veamos cuál sería esta forma de enseñanza, a la que ahora te refieres, y si -por más que ésta sea mejor- existe otra, o no hay otra que ésta. ¿Qué opinas de las dos alternativas?
CRÁT. - Esto es lo que yo supongo: que no existe otra 4 en absoluto y que ésta es única y la mejor.
SÓC. - ¿Acaso sucede lo mismo con el descubrimien¬to de los seres: que el que descubre los nombres descubre también aquello de lo que son nombres? ¿O hay que buscar y descubrir por otro procedimiento, y en cambio, conocer por éste?
CRÁT. - Hay que buscar y descubrir absolutamente por este mismo procedimiento y en las mismas condiciones.
SÓC. - Veamos, pues, Crátilo. Reflexionemos: si uno busca las cosas dejándose guiar por los nombres -exa-minando qué es lo que significa cada uno-, ¿no com¬prendes que no es pequeño el riesgo de dejarse engañar?
CRÁT. -¿Cómo?
SÓC. - Es obvio que tal como juzgaba que eran las co¬sas el primero que impuso los nombres, así impuso éstos, según afirmamos. ¿O no?
CRÁT. - Sí.
SÓC. - Por ende, si aquél no juzgaba correctamente y los impuso tal como los juzgaba, ¿qué otra cosa piensas que nos pasará a nosotros, dejándonos guiar por él, sino engañarnos?
CRÁT. - Mas puede que no sea así, Sócrates, sino que el que impone los nombres lo haga forzosamente con co-nocimiento. Y es que, si no, como te decía hace rato, ni siquiera serían nombres. Sea ésta la mayor prueba de que el que pone los nombres no erró la verdad: en caso con¬trario, no serían todos tan acordes con él. ¿O no te has percatado, al hablar, que todos los nombres se originaban según el mismo modelo y con un mismo fin?
SÓC. - ¡Pero mi buen amigo Crátilo! Esto no es ningún argumento, pues si, equivocado en el inicio el que po¬ne los nombres, ya iba forzando los demás hacia éste y los obligaba a concordar con él mismo, nada tiene de ex¬traño. Igual sucede, a veces, con las figuras geométricas: si la primera es errónea por pequeña y borrosa, todas las demás que le siguen son acordes entre sí. Así pues, todo hombre debe tener mucha reflexión y análisis sobre si el inicio de todo asunto está correctamente establecido o no. Pues, una vez revisado éste, el resto debe parecer conse¬cuente con él. Y, desde luego, nada me extrañaría que también los nombres concuerden entre sí. Revisemos, pues, lo que hemos explicado al principio. Afirmamos que los nombres nos manifiestan la esencia del universo en el sen¬tido de que éste se mueve, circula y fluye (176). ¿Te parece que lo manifiesta de otra forma?
CRÁT. -Precisamente así. Y lo manifiesta con exactitud.
SÓC. - Pues bien, tomemos entre ellos, en primer lu¬gar, el de epistēmē y examinemos cuán equívoco es: más parece significar que detiene nuestra alma sobre las co¬sas que el que se mueva con ellas, y es más exacto pro¬nunciar su inicio como ahora que no epeistēmē, insertan¬do una e (177).
Después bébaion (consistente) es imitación de «base» (básis) y « reposo» (stásis), que no de movimiento. Después historia mismo significa que «detiene el flujo» (hístēsi rhoûn).
También pistón (firme) significa, a todas luces, « lo que detiene» (histán). A continuación, mnēmē (recuerdo) sig-nifica, para cualquiera, que hay «reposo en el alma» (mo¬nē-en tēi psychēi) y no movimiento. Y si quieres, hamartía (yerro) y symphorá (accidente) (178) -siempre que uno se deje guiar por el nombre- parecen idénticos a la «com¬prensión» (synesis) de antes, a la «ciencia» (epistéme) y a todos los otros nombres que hacen referencia a los valo¬res serios.
Todavía más: amathía (ignorancia) y akolasía (intem-perancia) parecen cercanos a éstos. En efecto, amathía se manifiesta como el «movimiento de lo que marcha en com-pañía de dios» (poreía toû háma theôi ióntos) y, a su vez, akolasía exactamente como «seguimiento de las cosas» (akolouthía tôis prágmasi). De esta forma los nombres que el uso impone a las nociones peores se nos manifiestan exactamente iguales que los de las mejores (179).
Creo que si uno se molestara, descubriría muchos otros, a partir de los cuales podría pensar que quien esta¬blece los nombres quiere manifestar las cosas no en mo¬vimiento o circulación, sino en reposo.
CRÁT. - Sin embargo, Sócrates, ya ves que la mayoría los ha manifestado de la otra forma.
SÓC. - ¿Qué significa entonces esto, Cratilo? ¿Conta-remos los nombres como votos y en esto consistirá su exac-titud? ¿Es que el mayor número de cosas que se vea que significan los nombres va a ser el verdadero?
CRÁT. - No es lógico, desde luego.
SÓC. - ¡De ninguna manera, amigo! Conque dejemos esto así y regresemos al punto desde el cual hemos llega¬do aquí. Pues ya anteriormente, si recuerdas, afirmabas que el que impone los nombres había de ponerlos, forzo¬samente, con conocimiento, a aquello a lo que se los im¬ponía. ¿Acaso sigues opinando todavía así, o no?
CRÁT. - Todavía.
SÓC. - ¿Entonces también afirmas que el que puso los primarios los puso con conocimiento?
CRÁT. - Con conocimiento.
SÓC. -¿Entonces con qué nombres conoció o descu¬brió las cosas, si los primarios aún no estaban puestos y, de otro lado, sostenemos que es imposible conocer o des cubrir las cosas si no es conociendo los nombres o descu¬briendo qué cosa significan?
CRÁT. -- Creo, Sócrates, que objetas algo grave.
SÓC. - Por consiguiente, ¿en qué sentido diremos que impusieron los nombres con conocimiento, o que son le-gisladores, antes duque estuviera puesto nombre alguno y ellos lo conocieran, dado que no hay otra forma de co¬nocer las cosas que a partir de los nombres?
CRÁT. - Pienso yo, Sócrates, que la razón más verda¬dera sobre el tema es ésta: existe una fuerza superior a la del hombre (180) que impuso a las cosas los nombres pri¬marios, de forma que es inevitable que sean exactos.
SÓC. -¿Y crees tú que el que los puso, si era un dios o un demon, los habría puesto en contradicción consigo mismo ¿O piensas que no tiene valor lo que acabamos de decir?
CRÁT. - ¡Pero puede que una categoría de estos nom¬bres no exista!
SÓC. - ¿Cuál de las dos, excelente amigo: la de los que conducen al reposo, o al movimiento? Porque, según lo antes dicho, no va a decidirse en razón del número.
CRÁT. - No sería razonable en modo alguno, Sócrates.
SÓC. - Por tanto, si los nombres se encuentran enfretados y los unos afirman que son ellos los que se aseme¬jan a la verdad, y los otros que son ellos, ¿con qué criterio lo vamos ya a discernir o a qué recurrimos? Desde luego no a otros distintos -pues no los hay-, conque habrá que buscar, evidentemente, algo ajeno a los nombres que nos aclare sin necesidad de nombres cuáles de ellos son los verdaderos; que nos demuestre claramente la verdad de los seres.
CRÁT. - Así pienso yo.
SÓC. - Por consiguiente, es posible, según parece, conocer los seres sin necesidad de nombres -siempre que las cosas sean así.
CRÁT. - Claro.
SÓC. - ¿Entonces por qué otro procedimiento esperas todavía poder conocerlos? ¿Acaso por otro distinto del que es razonable y justísimo, a saber, unos seres por medio de otros, si es que tienen algún parentesco, o ellos por sí mismos? Pues, sin duda, un procedimiento ajeno y distinto de ellos pondría de manifiesto algo distinto y ajeno pero no a ellos.
CRÁT. - Me parece que dices verdad.
SÓC. - ¡Un momento, por Zeus! ¿Es que no hemos acordado muchas veces que los nombres bien puestos son parecidos a los seres de los que son nombres y que son imagen de las cosas?
CRÁT. - Sí.
SÓC. - Por consiguiente, si es posible conocer las cosas principalmente a través de los nombres, pero también por sí mismas, ¿cuál será el más bello y claro conocimien¬to: conocer a partir de la imagen si ella misma tiene un cierto parecido con la realidad de la que sería imagen, o partiendo de la realidad, conocer la realidad misma y si su imagen está convenientemente lograda?
CRÁT. - Me parece forzoso que a partir de la realidad.
SÓC. - En verdad, puede que sea superior a mis fuerzas y a las tuyas dilucidar de qué forma hay que conocer o descubrir los seres. Y habrá que contentarse con llegar a este acuerdo: que no es a partir de los nombres, sino que hay que conocer y buscar los seres en sí mismos más que a partir de los nombres.
CRÁT. - Parece claro, Sócrates.
SÓC. - Pues bien, examinemos todavía -a fin de que esos muchos nombres que tienden a lo mismo no nos engañen-, si, en realidad, quienes los impusieron lo hi¬cieron en la idea de que todo se mueve y fluye (así opino yo personalmente que pensaban); o bien, si acaso esto no es así, son ellos mismos los que se agitan como si se hu¬bieran precipitado en un remolino y tratan de arrastrar¬nos en su caída 181. Porque considera, admirable Crátilo, lo que yo sueño a veces: ¿diremos que hay algo bello y bue¬no en sí, y lo mismo con cada uno de los seres, o no? (182).
CRÁT. - Creo yo que sí, Sócrates.
SÓC. - Consideremos, entonces, la cosa en sí. No si hay un rostro hermoso o algo por el estilo -y parece que to¬do fluye-, sino si vamos a sostener que lo bello en sí es siempre tal cual es.
CRÁT. - Por fuerza.
SÓC. - ¿Acaso, pues, será posible calificarlo con exac-titud afirmando, primero, que existe y, después, que es tal cosa, si no deja de evadirse? ¿O, al tiempo que habla¬mos, se convierte forzosamente en otra cosa, se evade y ya no es así?
CRÁT. - Por fuerza.
SÓC. - ¿Cómo, entonces, podría tener alguna existen¬cia aquello que nunca se mantiene igual? Pues si un mo¬mento se mantiene igual, es evidente que, durante ese tiempo, no cambia en absoluto. Y si siempre se mantiene igual y es lo mismo, ¿cómo podría ello cambiar o moverse, si no abandona su propia forma?
CRÁT. - De ninguna manera.
SÓC. - Pero es más, tampoco podría ser conocido por nadie. Pues en el instante mismo en que se acercara quien i va a conocerlo, se convertiría en otra cosa distinta, de for¬ma que no podría conocerse qué cosa es o cómo es. Nin¬guna clase de conocimiento, en verdad, conoce cuando su objeto no es de ninguna manera.
CRÁT. - Es como tú dices.
SÓC. - Pero es razonable sostener que ni siquiera exis¬te el conocimiento, Crátilo, si todas las cosas cambian y nada permanece. Pues si esto mismo, el conocimiento, no. dejara de ser conocimiento, permanecería siempre y se¬ría conocimiento. Pero si, incluso, la forma misma de co-nocimiento cambia, simultáneamente cambiaría a otra forma de conocimiento y ya no sería conocimiento.
Si siempre está cambiando, no podría haber siempre conocimiento y, conforme a este razonamiento, no habría ni sujeto ni objeto de conocimiento. En cambio, si hay siempre sujeto, si hay objeto de conocimiento; si existe lo bello, lo bueno y cada uno de los seres, es evidente, pa¬ra mí, que lo que ahora decimos nosotros no se parece en absoluto al flujo ni al movimiento.
Por consiguiente, puede que no sea fácil dilucidar si ello es así, o es como afirman los partidarios de Heráclito y muchos otros. Pero puede que tampoco sea propio de un hombre sensato encomendarse a los nombres en¬gatusando a su propia alma y, con fe ciega en ellos y en quienes los pusieron, sostener con firmeza -como quien sabe algo- y juzgar contra sí mismo y contra los seres que sano no hay nada de nada, sino que todo rezuma como las vasijas de barro. En una palabra, lo mismo que quienes padecen de catarro, pensar que también las cosas tienen esta condición, que todas están sometidas a flujo y catarro. En definitiva, Crátilo, quizá las cosas sean así, o quizá no. Así pues, debes considerarlo bien y con valentía y no aceptarlo fácilmente (pues aún eres joven y tienes la edad); y, una vez que lo hayas considerado, co¬munícamelo también a mí, si es que lo descubres.
CRÁT. - Lo haré. Sin embargo, Sócrates, ten por seguro que tampoco ahora ando sin examinarlo. Antes bien, paréceme, cuando me ocupo de analizarlo, que es, más bien, de la forma en que lo dice Heráclito.
SÓC. - ¡Entonces, hasta luego! Ya me instruirás, com-pañero, cuando estés aquí de vuelta. Ahora dirígete al campo, tal como estás equipado, que aquí Hermógenes te acompañará.
CRÁT. - Así será, Sócrates. Intenta también tú seguir reflexionando sobre ello.

NOTAS

1 Hijo de Hipónico y hermano de Callas (cf. n_ 21). Por el testimonio de JENOFONTE (Mentorabilia 12, 48; II 10, 3, y Banquete VIII 3) sabe¬mos que era uno de los íntimos de Sócrates: le instiga a que prepare su discurso de defensa y asiste a los últimos momentos de la vida del maes¬tro. No se le conoce con certeza adscripción a escuela o grupo filosófico alguno. DIÓGENES LAERCIO (III 6) le hace partidario de Parménides, pero ello puede deberse a una polarización frente al heraclitismo de:Crátilo (cf. F. AST, Platons Leben und Schriften, Leipzig, 1816, et alii). Aquí se le presenta como un hombre de poca personalidad, aunque bien dispuesto y afable, en contraposición a Crátilo. Sus intervenciones se reducen a asentir a lo que dice Sócrates, si bien alguna intervención suya hace pro¬gresar notablemente el diálogo (cf., sobre todo, 421e y n. 143).
2 Personaje cuya realidad biográfica es un tanto oscura. Tenemos sobre él pocas noticias y, aun éstas, contradictorias o difíciles de conju¬gar: a) por este diálogo sabemos que sostiene simultáneamente la teoría naturalista del lenguaje y la filosofía de Heráclito; b) que es joven (cf. 440d), de carácter terco y de escasa valía intelectual; c) ARISTÓTELES (Metafísica 1010ª7.15) dice que Crátilo había renunciado al lenguaje porque era un heracliteo radical y se limitaba a hacer signos con las manos; d) ARISTÓTELES (Metaf. 987a32 ss.) dice que Platón fue synéthēs «compañe¬ro» de Crátilo; el DIÓGENES LAERCIO (III 6) y PROCLO (In Platonis Cratylum Commentarii) dicen que Platón fue discípulo de Crátilo. - Pues bien, (e) se deriva probablemente (y es interpretación errónea) de (d), pero ade¬más, es difícil de conjugar con (b). A su vez, (c) contradice -y es más probable- que (a). Sobre el problema de conjugar el naturalismo y he¬raclitismo de Crátilo, véase Introducción.
3 Tanto Kratylos como Sokrátēs son nombres formados sobre el sus¬tantivo krátos «dominio»; el de Sócrates, además, presenta la raíz *sawo ¬que está en la base de palabras de vario significado. - Hermogénés sig¬nifica «del linaje de Hermes», y este nombre no le corresponde, debido a sus dificultades pecuniarias (cf. 384c y 391 a) y, como él mismo añade más tarde (cf. 408a), a su poca facilidad de palabra.
4 Célebre sofista, natural de Ceos, cuyo interés se centraba en el em¬pleo correcto de las palabras (cf. Eutidemo 277e) estableciendo los ras¬gos diferenciales de los sinónimos aparentes. En realidad, la exactitud que él propugna nada tiene que. ver con la orthótēs que aquí se discute. Sócrates fue un gran admirador suyo y se piensa que su célebre diaíresis (cf. Cármides 163d, Protágoras 358a) puede haber influido en las dicoto¬mías socráticas (cf. W. C. K. GUTHRIE, A History o( Greek Philosophy, págs. 223-25 y 27480, y C. J. CLASSEN, «The Study of Language amongst Socra¬tes Contemporaries, Proc. of the Afr. Class. Assoc. [1959), 38).
5 Podría querer decir que ha leído algún libro de Pródico: una drac¬ma es el precio aproximado de un libro en esta época (cf. Apología 26d) y demasiado poco, incluso, para un curso reducido.
6 Hermógenes emplea una terminología vaga, propia de quien no tie¬ne las ideas muy claras o expresa, no una teoría, sino un clima de opi¬nión. Aquí emplea synthékē y homología; más abajo, nómos y éthos. Cf. Introd. Traduzco nómos por «convención», en su valor más general, y, alguna vez, más adelante, por «uso». Para nonmothétēs empleo el térmi¬no comúnmente admitido de «legislador» (cf. 389a).
7 Hay en el texto griego de todos los MSS. (salvo T) dos frases de idéntico contenido («no es menos exacto el segundo que el primero» y « no es menos exacto éste que le sustituye que el primero»), de las cuales, una es, sin duda, glosa de la otra. Contra la opinión general que admite ambas como genuinas o que sigue a Bekker omitiendo (con el MS. T) la segunda, nosotros preferimos suponer (con Baiter) que es la primera la que no es auténtica.
8 Aquí Sócrates lleva a Hermógenes a una posición de extremo in¬dividualismo, que no es la inicialmente expuesta (cf., también, el § e, más abajo). Sobre las razones de este proceder de Sócrates, ver nuestra Introd.
9 El principio de que se puede hablar falsamente, introducido aquí un tanto bruscamente es, en realidad, el argumento más poderoso con¬tra ambas teorías. De ahí el interés, por parte de Sócrates, de dejarlo sentado inmediatamente. Es un tema que reaparece en Eutidemo 286b, c y Sofista 251a, b.
10 Paralogismo señalado por H. STEINTHAL, Geschichie der Sprach¬wissenschaft be¡ den Griechen und Röntern, Berlín, 1961, pág. 86, y R. ROBINSON, «The Theory of names in Plato's Cratylus», Phil. Rev. 65 (1956), 328. Una frase puede ser falsa y todos sus nombres verdaderos. Platón no había llegado a descubrir (o lo silencia por el interés de la argumen¬tación) que la frase constituye una unidad superior y no una mera suma de sus partes (cf. GUTHRIE, A History..., pág. 213).
11 Es el sofista de Abdera, blanco de los ataques platónicos en va¬rios diálogos (especialmente, el que lleva su nombre, pero cf., también, Teeteto 152 ss.). La cita es el célebre comienzo de su obra Alētheia «La Verdad» (cf., más abajo, la alusión a ésta). Aunque esta frase, fuera de todo contexto, ha sido objeto de múltiples interpretaciones (cf. GUTHRIE, ibid., págs. 181-191), es evidente que lo que pretendía el sofista es negar validez objetiva al conocimiento. Otra cosa muy distinta es que de su epis-temología individualista se pueda deducir una teoría de la orthoépeia como la que mantiene Hermógenes. Ver nuestra Introd.
12 Con su hermano Dionisodoro, es el protagonista del diálogo que lleva su nombre. La tesis que aquí se le atribuye es formulada allí de for¬ma diferente: .todos los hombres, dijo él, lo saben todo si saben una sola cosa- (Eutidemo 294a, cf. también 296c).
13 Otro principio que se esboza, aquí, en contra de Hermógenes y se repetirá, al final, del diálogo (cf. 439c-440) en contra de Crátilo.
14 En gr. kerkízein, lit. «manejarla kerkís (lanzadera)», aunque aquí con el sentido restringido de «separar la trama de la urdimbre». Sócra¬tes se refiere específicamente a esta actividad del tejedor porque tam¬bién con «el nombre... distinguimos las cosas» (cf. 388b). De todas las ac¬tividades artesanales que se comparan con la de nombrar, la más ade¬cuada es, precisamente, la de «destramar».
15 Traducimos didáskalos por «enseñante, no sin fastidio, al obje¬to de conservar el paralelismo de los esquemas etimológicos.
16 Aceptamos la conjetura kalós «bien» de un corrector del MS. Cois¬linianus. Puede haber caído fácilmente por haplografía.
17 Por mucho énfasis que se ponga en soi, es evidente que también Sócrates se pone aquí del lado del «uso» (nómos) con la idea de introdu¬cir en seguida la figura del « legislador» (nomothétēs). Se ha discutido mu¬cho sobre la identidad del legislador de los nombres o «nominador» (es¬pecialmente, si se trata de un individuo, y éste sobrehumano, o una co-lectividad, primitiva o no). Sócrates se refiere a él, unas veces, en singu¬lar y, otras, en plural, aunque -eso sí- niega claramente (cf. 438c) que sea un personaje divino. De hecho, es una figura que surge del proceso refutativo de la teoría convencionalista y será el último reducto del que Sócrates va a desalojar a Crátilo.
18 Esbozo de la teoría de las Ideas, aún en fase tentativa: el léxico no está fijado del todo y el sentido último no se ve muy claro. Según GRU¬BE, El pensamiento de Platón, Madrid, 1973, págs. 38-39, aquí el eîdos de la lanzadera sería «el conjunto de sus propiedades esenciales tal como lo ve (blépei) el carpintero». Ya no es « lo que una cosa parece, sino aquello a lo que una lanzadera se parece... y ‘ver’ se transforma de actividad física en mental». Cf. también, B. CALVERT, «Forms and Flux in Plato’s Cratylus», Phrónesis 15 (1970), 26-47, y J. V. LUCE, «The Theory of Ideas in the Cratylus», ibid, 10 (1965), 21-36.
19 En este pasaje hemos traducido érgon «obra» por «instrumento» y órganon «instrumento» por «forma del instrumento» (así como trypanon «la forma del taladro», etc.), con el fin de evitar la confusión que se ori¬ginaría de una traducción literal.
20 F. HORN (Platonstudien, Viena, 1904, págs. 29-30) ve aquí, creo que sin razón, otro paralogismo: los herreros operan sobre diferentes trozos del mismo material, pero las sílabas de ánthrōpos y homo, por ejemplo, son materiales diferentes.
21 Hijo de Hipónico y hermano de Hermógenes. Es el hombre más rico de Atenas («su casa es la más grande v próspera de la ciudad», Pro¬tágoras 337d), amigo de los sofistas y, especialmente, de Protágoras, de quien Platón le llama «administrador. en Teeteto 165a. En su casa se ce-lebraban frecuentes reuniones (cf. el diálogo Protágoras) y banquetes con los sofistas (cf. el Banquete de Jenofonte).
22 Cf. n. 11.
23 Cf. Iliada XX 74.
24 Ibid. XXIV 291. Es una especie de búho.
25 Ibid. II 813-14. Altozano escarpado frente a Troya.
26 A partir de ahora sólo aparecerán transliterados los nombres pro¬pios cuando vayan a ser objeto de análisis etimológico. En el resto de los casos aparecerán transcritos según las normas habituales.
27 Es cierto que, en Iliada XXII 306, HOMERO dice que los troyanos le llaman Astianacte, pero nunca dice cómo le llamaban las troyanas. Sin embargo, sí afirma que su padre, Hector, le llamaba Escamandrio (VI 402). Con tan rebuscado y poco honesto razonamiento, puede Platón es¬tar ironizando sobre la forma en que procedían los sofistas en sus etimologías.
28 Cf. Ilíada XXII 507. Los MSS. ofrecen éryso y pólin. El cambio éryso por éryto se explica fácilmente (en el pasaje citado, Andrómaca se dirige a Astianacte); el cambio de pólin por pylas lo admite NAUCK en su edición de la Ilíada, pero es posiblemente erróneo. Se sabe que Platón citaba a menudo de memoria.
29 Estas dos etimologías son correctas. Iremos señalando en nota a pie de página las que lo son. En realidad, no pasan de una veintena entre más de ciento veinticinco y, aún así, son «falsas etimologías», es decir, suelen consistir en relacionar una palabra con otra de su misma raíz. El resto es pura fantasía (cf. L. MÉRIDIER, Platon, Ouvres Complétes, vol. V, 2.a parte: Cratyle, París, 1950, Introducción, págs. 18 y sigs.).
30 MÉRIDIER (ibid., pág. 16) señala la inconsistencia de este pasaje. Hay dos principios que se contradicen: a) un hijo debe recibir el nombre de su padre (lo cual, desde luego, deja sin justificar el de éste); b) en ca¬sos de filiación antinatural, la nominación se debe hacer según el géne¬ro. Es decir, de hecho la única nominación justa en todos los casos es esta última. Pero es más: después de analizar, a continuación, la etimo¬logía de algunos miembros de la familia de los Tantálidas, donde aún gra¬vita vagamente este principio, luego lo abandona por completo.
31 Es la primera vez que Sócrates introduce esta idea, que repetirá continuamente (cf. 399a, 404e, 405e, 407c, 408b, 409c, 412e, etc.) hasta que la teoría de la mímesis la ponga en entredicho. Algunos comentaris¬tas (cf. nuestra Introducción) elogian la sagacidad lingüística de Pla¬tón por intuir la realidad del cambio fonético. Pero ello no exige una gran reflexión y -además- Sócrates lo aduce para justificar las fantásticas etimologías que vienen a continuación.
32 En gr. stoicheia: se refiere a los fonemas o, mejor dicho, las le¬tras del alfabeto. Sobre la concepción «gráfica» del lenguaje que impregna todo el diálogo y que ha sido objeto de crítica, cf. n. 157.
33 Efectivamente, los nombres epsilón, ypsilón, omicrón y ómega da¬tan de época bizantina, aunque ya hay indicaciones en HERODIANO, Parti¬tiones 162.
34 Lit. «sonoros» o «mudos». En 424c, añade una tercera categoría, la de los que «no son sonoros pero tampoco mudos» o sea, las sonantes. Cf. n. 148.
35 Archépolis es «El que gobierna la ciudad»; Ágis, «Conductor»; Po¬lémarchos, «Jefe de guerra», y Eupólemos, «Valiente en la guerra».
36 latroklēs es «Famoso curador», y Akesímbrotos, «Curador de los mortales».

158 Hasta el momento, Crátilo ha mantenido un inelegante y obsti¬nado silencio (recordemos su desgana inicial de hacer a Sócrates partí¬cipe de su conversación con Hermógenes, 383a). Ahora, tanto Sócrates como Hermógenes, le incitan a hablar; Sócrates, más veladamente, con el objeto de desmontar la teoría naturalista, como se verá; las palabras de Hermógenes, más ingenuo y abierto, entroncan con su primera inter¬vención ante Sócrates.
159 Cf. Trabajos y Días 361-62: .pues si añades poco sobre poco y ha¬ces esto con frecuencia, lo poco al punto se convertirá en mucho» (trad. de AURELIO PÉREZ JIMÉNEZ, en el vol. 13 de esta colección).
160 Parece que la división en Cantos de la Ilíada y Odisea no es an¬terior a la época alejandrina. Antes de esta época se suelen citar por los nombres de episodios más o menos extensos, como Las Plegarias, La Có¬lera, Los Juramentos, etc.
161 Cf. Iliada I 343.
162 Sócrates ya ha dejado demostrado, contra Hermógenes, que se puede hablar falsamente (cf. 385b y ss.). Ahora tiene que volver a demos¬trarlo en contra de Crátilo basándose, precisamente, en la teoría de la mimēsis. Sobre los antiguos y modernos a los que se puede referir, en último término, la teoría naturalista (cf. nuestra Introd.).
163 Se entiende, «falsamente».
164 Cf. n. 55. Aquí rhēma tiene el sentido más restringido y exacto de «verbo».
165 La comparación de los nombres con los grabados se alarga en ex¬ceso (ocupa toda la letra c), por lo que esta primera frase resulta anacolútica.
166 Cf. 426c.
167 Probablemente, el texto esta corrupto, lo cual oscurece más aún la alusión a esta costumbre de los eginetas. Son atractivas las conjetu¬ras de Búrnet, pero opsiodíou es palabra no atestiguada, y opsismoû só¬lo en DIONISIO DE HALICARNASO (IV 46), con el inconveniente de eliminar hodoú que parece palabra sana. Sugiero el cambio de opsé por opsíou (Cf. PfNDARO, Ítmicas IV 38).
168 La frase, así formulada, queda un tanto oscura. Las dos afirma¬ciones contradictorias son: a) el nombre es una manifestación de la cosa mediante sílabas y letras; b) el nombre no es tal, si no posee todos los rasgos pertinentes de la cosa.
169 También en la Carta VII (343c) adopta Platón una posición con¬vencionalista con respecto al lenguaje: «¿quién nos impide llamar ‘rec¬to’ a lo que llamamos ‘circular’ o ‘circular’ a lo que llamamos ‘recto’?».
170 Cf. 426c, pero allí, en realidad, no se habla para nada de «rigi¬dez». ¿Lo añade aquí Platón para justificar la presencia de r en la pala¬bra sklērotēr que viene a continuación? ¿O kaì sklērótēti es una adición posterior introducida con el mismo objeto?
171 El rotacismo (cambio de s en r) es una característica del jonio de Eretria y Oropo, pero, contra lo que afirma aquí Platón, ninguna inscrip¬ción ha documentado hasta ahora el rotacismo en posición final (sí en eleo y laconio), cf. BUCK, The Greek..., págs. 56-57.
172 Es decir, skrērós.
173 El nombre es «esto»; «aquello», la noción.
174 El número, que en 432a le servía a Crátilo como apoyo a su teo¬ría de que cambiando un sólo elemento «un nombre se convierte al pun¬to en otro nombre», aquí se revela como argumento a favor del convencionalismo.
175 Cf. 414c.
176 En 411c manifestaba Sócrates que todos los nombres habían si¬do puestos según la idea de que todo se mueve. Pero si allí ya expresaba su escepticismo diciendo que, quizá, son los que pusieron los nombres quienes de tanto dar vueltas se marean (cf., también, 439c), aquí va a de¬mostrar que se pueden explicar en sentido contrario: conforme a la idea de reposo.
177 Cf. n. 105.
178 Hantartía puede relacionarse, o bien con hontartō «acompañar», o bien con hánta ía (de einti), syntphorá «accidente» con syntphéresthai, verbo con el que en 417a explicaba syntphora «conveniente». De esta for¬ma, ambos son sinónimos de synesis y epistōmō, explicados en 412a como procedentes de syniénai «acompañar» y de hépomai (id.), respec¬tivamente.
179 En la serie etimológica anterior (416b y 421b) se veía que los nombres de nociones negativas (lit. «censurables», psektá) coincidían eti¬mológicamente con la idea de reposo; las positivas (lit. «elogiables», epai¬netá), en cambio, con la idea de movimiento.
180 Crátilo se refugia, finalmente, en la idea de un legislador sobre¬humano. Pero esto ya había sido rechazado (cf. 425d) como una evasiva similar al deus ex machina de la tragedia. Ahora vemos más claramente por qué el hipotético legislador no puede ser sobrehumano.
181 Cf. 411c.
182 El principio de que los seres son en sí ya había quedado senta¬do en 486d y ss., como consecuencia de la refutación de la teoría de Pro¬tágoras. Aquí se dice algo más (que lo en sí es siempre idéntico y nunca abandona su forma) y se desarrollan sus implicaciones epistemológicas (sólo el ser en sí permite el conocimiento). Sin embargo, Sócrates no lle¬ga a ello por un proceso dialéctico sino acudiendo a un sueño que tiene; como, en ocasiones, recurre a un mito.