Mijaíl Bajtín: el pensamiento bajo sospecha
por Sylvia Iparraguirre
Cualquiera que mire un mapa de la costa norte de Rusia, sobre el Mar
Artico, donde la tradición griega situaba el país de los hiperbóreos, puede imaginar
que las heladas islas Solovetsky no ofrecen un paisaje seductor. Mucho menos si
lo que allí esperan son los muros del campo de prisioneros de Solovki, uno de los
destinos más duros del régimen stalinista para desterrados políticos. En enero de
1929, Mijail Bajtín fue arrestado y condenado a diez años de prisión en ese campo.
Los diversos cargos recibieron el rótulo general de "actividades
antigubernamentales" y, en concreto, fueron: reunirse con un grupo de estudios
filosófico-religiosos; aparecer, en París, en una supuesta lista de miembros de un
futuro gobierno antistalinista; y, por último, más socráticamente, "corromper a la
juventud".
Cinco meses después, su osteomielitis crónica seguía impidiendo el traslado
del prisionero a su destino. La mala salud de Bajtín le dio tiempo a Elena, su
mujer, a contactarse con algunos amigos influyentes. Gorki y Alexis Tolstoi
enviaron telegramas a las autoridades. Se apeló a la Cruz Roja.
Durante esos meses
de detención en el hospital, ve la luz el primer libro que Bajtín publica bajo su
nombre: Problemas en la poética de Dostoievski. El libro deslumbró a
Lunacharsky, crítico literario respetado y funcionario cultural. Su recomendación
ayudó a la conmutación de la pena: los diez años en las islas Solovetsky pasaron a
ser seis en Kustanai, sur de la Siberia Occidental, a mil seiscientos kilómetros de
Moscú. En marzo de 1930, Elena y Mijail abordaban el tren. Antes de subir, Elena
se atrevió a preguntar cómo era el lugar desconocido hacia el cual iban. "El clima
es severo pero saludable", fue la respuesta.
Bajaba el telón sobre una década decisiva, caótica, prolífica. Bajtín tenía
treinta y cuatro años y había publicado cuatro de sus libros mayores: sobre Freud y
el psicoanálisis, sobre el formalismo ruso, sobre filosofía del lenguaje y sobre
Dostoievski. Hacía una década que su valor era reconocido por el mundo
intelectual de Moscú y San Petersburgo y lo rodeaba un círculo de amigos y
discípulos que ya lo consideraba un maestro. Su asombrosa versatilidad, que
abarcó estudios semióticos, de teoría literaria, lingüística y antropología se aparejó
a una férrea coherencia. Cualquier libro de Bajtín que se lea declara su voluntad de
no ceder a una configuración teórica de dogma. Lo fascinó lo diverso, lo
heterogéneo, las fuerzas subterráneas de la cultura popular que mueven la historia.
El grupo de Bajtín estaba en el ambicioso camino de los idealistas alemanes como
Fichte y Schelling: sintetizar la diversidad de la experiencia humana.
El tren abandona lentamente San Petersburgo, ahora Leningrado. En el triste
y polvoriento vagón de tercera, pasajeros cabizbajos no se atreven a hablar entre sí,
ni siquiera para comunicarse su lugar de destino; la delación es moneda corriente.
Lenin había muerto en 1924 con la amarga certeza de quién era Iosef Stalin. "(...)
El camarada Stalin ha concentrado en sus manos un poder inmenso y no estoy
seguro de que en todo momento sabrá utilizarlo con prudencia. Es demasiado
brusco y ese defecto se hace intolerable en el cargo de secretario general". Lenin
fue profético.
En 1929, las famosas "purgas" recién comenzaban y Koba
("Inflexible", tal era el sobrenombre de Stalin) llega a saberlo todo. El tren
atraviesa la noche interminable hacia un destino que se transformaría en
siniestramente emblemático para el régimen. Bajo la luz macilenta, Bajtín, barba y
bigotes recortados, frente amplia y pálida, sostiene entre las suyas la mano de su
mujer. Con este viaje desaparecería para la vida civil rusa. Y lo sabía. Pero si de
algo han dado testimonio amigos y discípulos es del estoicismo bajtiniano, de su
inclaudicable sentido del humor, de su flemática paciencia para enfrentar la
adversidad. Sólo una cosa podía desequilibrar su carácter reflexivo y pacífico: la
falta de cigarrillos.
El exilio marca un antes y un después en la vida y en la obra de Bajtín. El
Dostoievski sería su presentación en el mundo editorial y también su despedida. El
destino de ese libro describe una simbólica simetría con el de su autor: si en 1929
su primera edición ayudó a salvarlo de una muerte física segura, la segunda, que
aparecería en 1963, marcaría su redescubrimiento, impediría su muerte intelectual
y lo lanzaría al reconocimiento internacional. A fines de los '50, una nueva
generación, que había leído ávidamente el Dostoievski, descubriría con estupor que
su autor, sobre el que circulaban diversas leyendas —entre otras que no existía,
que era un seudónimo colectivo—, vivía, casi completamente ignorado, en la
periferia geográfica e intelectual de su propio país.
Diecisiete años atrás
San Petersburgo, invierno de 1913. La intelligentsia local, que es como decir
la inteligencia rusa, arde en los cafés de moda y en los cabarets vanguardistas. El
clima político radicalizado por la frustrada revolución de 1905 y la inminencia de
la Primera Guerra Mundial galvanizan el aire, en el que se cruzan como flechas las
encendidas defensas de los "ismos". El simbolismo pierde terreno mientras se
levantan el acmeísmo de Anna Ajmátova y Ossip Mandelstam y el futurismo de
Maiakovsky. Se leen manifiestos; el del futurismo iconoclasta fue llamado "una
bofetada en la cara del gusto del público". Bajtín tiene dieciocho años, ya ha
cursado un año universitario en Odessa y acaba de ingresar en la Facultad de
Historia y Filología Clásicas. Los años universitarios de Bajtín coinciden con la
Primera Guerra Mundial y la Revolución de 1917, años de fructífero caos.
En la facultad, Mijail frecuenta a los formalistas, los aliados más cercanos
de Maiakovsky. Años después, serían sus oponentes frontales en la elaboración de
su teoría del texto. En San Petersburgo, comparte un cuarto de estudiantes con su
hermano mayor. Nikolai, extravertido y temperamental, reúne todas las
condiciones para ser admirado por su hermano menor: es brillante, tiene carisma,
como toda esa generación —incluido su hermano— es de una precocidad
desconcertante, y ya posee una sólida formación filosófica y literaria. Pocos años
atrás, en la época del colegio secundario de Vilno, Nikolai lideraba a sus
compañeros: se escurrían a medianoche al laboratorio a cantar "La Internacional",
escribían poesía revolucionaria, leían a Nietzsche, a Kierkegaard, a Baudelaire, a
Kant.
En San Petersburgo, los hermanos Bajtín comparten la fiebre de esos días en
los que las vanguardias desafían a una compleja tradición. Lo que generosamente
brinda la intelligentsia rusa en dos décadas, provocará largas y complejas
consecuencias en el pensamiento europeo del siglo XX. Derivaciones conceptuales
de los que Bajtín "está pensando" en esos años, reaparecerán en la estética de la
recepción de la escuela de Tartu, en Lacan, y en la pragmática, teoría lingüística
que anticipa la crítica al estructuralismo francés de los 60. Si bien los dos
hermanos frecuentan estas reuniones fervorosas, la inclinación natural de Mijaíl al
pensamiento y la filosofía lo lleva a la Sociedad Filosófico-Religiosa de San
Petersburgo donde, sin tener que ver con la teología, la discusión se centraba en
un problema de base para la futura definición de un imperio anacrónico y
tambaleante: el enfrentamiento entre rusófilos e internacionalistas. Amante de la
tradición rusa, Bajtín sentía al mismo tiempo el interés urgente de abrirse al
europeísmo. Rusia se desentumecía de su largo sueño medieval para producir en
veinte años el Renacimiento que nunca había tenido.
Sólo tres años atrás, en 1910, había muerto Tolstoi, quien supo ver como
nadie los cambios que se gestaban. Sin embargo, a Tolstoi lo horrorizaba la idea de
una revolución sangrienta, creía fervientemente en el cristianismo y que todo podía
cambiarse "desde el corazón de los hombres". Gandhi, que fue su discípulo
epistolar, pudo, al menos en parte, cumplir el sueño tolstoiano de la no-violencia.
Pero en Rusia, siglos de sometimiento y hambre de los campesinos conducían
inexorablemente al cambio violento.
A la Revolución de 1917 siguió la guerra civil. El conflicto separó
ideológicamente a los hermanos: Nikolai se unió al ejército blanco zarista; cuando
los vencieron, abandonó Rusia para siempre. Fue marino en el Mediterráneo y una
noche de borrachera, en Constantinopla, se unió a la Legión Extranjera. En 1930
aparece en París donde, azarosamente, descubre el libro de Mijail sobre
Dostoievski. En 1932 está en Cambridge, haciendo amistad con Wittgenstein. Para
que se cumplan las simetrías, Wittgenstein pasaba por un momento fuertemente
tolstoiano. Siguiendo las enseñanzas del escritor sobre la humildad, se van a vivir
juntos a un barrio obrero de Londres. En 1950, Nikolai muere en Inglaterra sin
saber que su hermano vivía, convencido de que había perecido en las purgas
stalinistas.
En Rusia, el invierno de 1918 fue feroz; no había alimentos, no había
combustible, no había leña. En los departamentos se quemaban los muebles,
después los libros y, finalmente, el parquet. Si bien la reacción de los intelectuales
ante la revolución no fue ni mucho menos homogénea, en medio de las penurias
continuaba una atmósfera de euforia milenarista; la vida intelectual se enriqueció
con la suma de los escritores, músicos y pintores judíos que antes de la revolución
eran discriminados. Pronto hubo una emigración de San Petersburgo a ciudades de
provincia, donde el clima político era más tranquilo. Como muchos de sus
compañeros, Bajtín pasa a vivir en Nevel y luego en Vitebsk, donde formaría, con
Pumpiansky, Yudina y Kagan y posteriormente Voloshinov y Medvedev, el
llamado "círculo de Bajtín". Allí también, Mijail conocería a Elena Alexandrovna
Okolovich, con quien se casa en 1921. Había motivos para que, más allá de la
devoción mutua que se profesaron, Elena fuera la persona capital en su vida. Por
un lado, los cuidados de una dolorosa enfermedad que terminaría con la
amputación de una pierna; por el otro, el talento nulo de su marido para la vida
práctica. Bajtín era excéntrico, humorístico y un charlista incansable sin ninguna
pretensión sobre el nivel intelectual de su interlocutor, pero odiaba atender el
teléfono, se negaba a escribir y contestar cartas; le gustaban los aspectos "teatrales"
de la vida, rodearse de gente peculiar, a la que le divirtiera hacer bromas y
disfrazarse. Sus amigos desesperaban: era una lucha arrancarle un manuscrito para
llevarlo a imprenta. Bajtín desconfiaba de todo lo que hubiera dejado de estar "en
proceso", de lo que no estuviera abierto a la corrección o a un nuevo aporte. En
esos años, trabaja en su filosofía del lenguaje, en un texto fundamental sobre la
relación entre el autor y el héroe, en una teoría de la literatura basada en la
intertextualidad y en una serie de artículos y monografías centrados en dos temaseje
de su obra: ética y responsabilidad.
En Nevel y en Vitebsk, los intelectuales en medio de un clima de "cambio
total" generaron una cantidad de actividades que hoy asombran. Menciono, como
curiosidad, los "juicios" a los que escritores críticos y lectores sometían a los
personajes literarios. Como "abogado defensor" Bajtín fue muy popular: ganó
todos en los que se presentó. Uno de ellos fue la defensa de Katerina Maslova, el
personaje de Resurrección, de Tolstoi. Lo asombroso no era la organización de
estas actividades, imbuidas del espíritu revolucionario de una cultura para todos; lo
asombroso era la cantidad inaudita de público que acudía. Había que habilitar
pasillos y escaleras horas antes de que comenzara el debate. Para estos tópicos y
para otro, muy popular en esos días y caro a los rusos, la existencia de Dios,
directamente no había localidades.
Poco después, los Bajtín regresan a San Petersburgo. En medio de los
puestos burocráticos o académicos que sus amigos logran conseguir, Bajtín queda
al margen. Su incansable energía intelectual no condecía con su carácter: Nada
más alejado del frenesí de la década que este hombre necesitado de su sofá, de sus
incesantes cigarrillos, de sus continuas tazas de té fuerte y de la calma para pensar.
A pesar de todo, Bajtín era un hombre "que no le seguía el paso a la época", más
parecido a un filósofo de cámara, a un Martin Buber (de quien se consideraba
discípulo) que a un inquieto activista de la cultura. Para ayudarlo, le organizan
conferencias: la entrada equivalía al valor de un boleto de tranvía. Atrincherado en
su mundo privado, Bajtín publicó libros bajo los nombres de sus amigos discípulos
Medvedav y Voloshinov y siguió escribiendo. En sus cajones dormía el largo
artículo de 1919: “La arquitectónica de la responsabilidad”. El concepto de
responsabilidad que Bajtín desarrolla en relación con la ética es sorprendentemente
cercano al del existencialismo; se anticipa ocho años a Ser y tiempo de Heidegger
y en décadas a El ser y la nada, de Sartre. No se trata de magnificar a Bajtín ni de
destacar influencias imposibles (su ensayo se publicaría recién en 1979), sino de
ubicarlo en una constelación de hombres que, alejados en el espacio y en el
tiempo, pensaron respuestas confluyentes para interrogantes que marcaron el siglo.
Terminaba la década del veinte, muchas cosas habían cambiado. Bajtín es
arrestado, condenado a prisión y enviado a Siberia.
Siberia Occidental, 1936
Como le habían dicho a Elena al abordar el tren, en Kustanai el clima es
severo. A los 18 grados bajo cero de promedio en invierno se sumaba el terrible
buran. Soplaba con tal fuerza que los habitantes del pueblo tenían que aferrarse a
los cables tendidos en las bocacalles para que no los volara. Bajtín tiene la
enseñanza prohibida: ni filosofía ni literatura. Pronto su capacidad es requerida
para tópicos más prácticos: una conferencia para los almaceneros de ramos
generales. Después, clases de contabilidad para los campesinos de los koljoz. Se
reúnen multitudes en los enormes galpones. Sin perder su proverbial calma, Bajtín
enseña teneduría de libros, de paso, habla de literatura y recita a Pushkin. Entre sus
alumnos están los rudos campesinos que forman la Guardia Roja local, a la que el
maestro debe reportarse una vez a la semana. Indudablemente, eran tiempos poco
propicios para el travestismo social, la obscenidad desbocada o el cambio de roles,
temas centrales de su monumental Rabelais, desarrollado en su vida invisible y
cuyo primer capítulo trata de la historia de la risa. En su vida visible, publica en el
Comercio soviético, el único escrito suyo que en esos años conoce la prensa,
"Experiencias basada en un estudio de demanda entre los trabajadores de los
koljoz". Bajtín tuvo pleno contacto con lo que se llamó la "colectivización".
El dato no es anecdótico. La colectivización en el trabajo se extendió a la
unificación de lenguajes y costumbres de un país marcado por diferencias
étnicas de todo tipo. Más todavía, desde hacía un par de años se recomendaba a
los escritores un método literario que se llamó "realismo socialista". Su
convencionalización, sus pautas estandarizadas, su "programa" están en las
antípodas de la teoría que Bajtín escribe a contrapelo: "El discurso en la
novela", en el que explora de qué modo diferentes épocas se representaron a sí
mismas en el género más maleable de la literatura. Términos tales como
"lenguaje unificado", "géneros oficiales", "canonización del sistema ideológico"
que aparecen en ese texto, no fueron, en 1934, elegidos inocentemente. El
requerimiento oficial de mostrar un héroe positivo, ideológicamente correcto, se
da de patadas con su compleja formulación de la construcción del personaje; de
un verosímil que refleje el mundo imperfecto, incompleto, impredecible: el de la
vida humana. Sin embargo, la idea de un lenguaje narrativo accesible que
sirviera, además, para educar al pueblo, le interesó tanto a Bajtín que le dedicó
un libro. Lo que ocurrió con el manuscrito es digno de mencionarse.
En 1941 la
Unión Soviética entra en la Segunda Guerra Mundial. La pobreza es extrema.
Bajtín tenía tabaco pero no papel: armó sus cigarrillos con el original y se fumó
su ensayo sobre la novela de educación. Esto ya es leyenda e, inesperadamente,
al otro lado del mundo y de la ideología, Paul Auster no quiso perdérselo: hay
una cita de esta anécdota en su película Cigarros. A fines de los 40 y en los 50,
Bajtín accede a puestos no demasiado notorios de enseñanza, en ciudades
periféricas de la capital. Los años finales, ya sin Elena, los pasa en un pequeño
departamento de Moscú.
¿Puede un hombre situarse al costado de su tiempo, dejando a un lado
circunstancias extremas y condicionamientos de censura y, desde allí, pensar?
Bajtín pudo hacerlo.
Fue un espíritu libre y una de las inteligencias más
profundas del siglo XX. Moral e intelectualmente desprejuiciado, nada ni nadie
pudo impedir a este hombre modesto hacer aquello para lo que estaba
inusualmente dotado: pensar. Y Bajtín pensó a favor de los vientos que
cambiaron su época. Pensó una filosofía libre, en la que contradicción y
heterogeneidad forman parte de la existencia humana y pasan a formar parte
ineludible de su representación estética..
Aunque los tuvo al final de su vida, no necesitó ni reconocimiento ni
celebridad. Desde la perspectiva Bajtiniana el deseo de originalidad parece fútil; la
creatividad es, en última instancia, anónima. Es decir, colectiva. Nadie puede
pensar solo, ni descubrir ningún camino si no es en diálogo con el otro.
Bajtín muere en Moscú el 7 de marzo de 1975.